por Walden Bello*

 

Para los miles de representantes de la sociedad civil global que se reunirán en Mumbai para el Foro Social Mundial entre el 16 y el 22 de enero, Washington es el principal problema que tiene el mundo. Sin embargo, ¡cuán distinta es la situación de un año al otro!

Los EE.UU. a los que hoy se enfrentan no son realmente el mismo superpoder de ayer, que se mostraba tan seguro de sí mismo.

 

Cuando el 1° de mayo pasado George W. Bush aterrizó en el portaaviones USS Abraham Lincoln, frente a la costa de California, para marcar el fin de la guerra en Irak, Washington parecía estar en la cumbre de su poder y muchos comentadores lo calificaban, con una mezcla de respeto y disgusto, de la “nueva Roma”. El aterrizaje de la aeronave, como señala el estudioso canadiense Anthony Wallace, fue una celebración del poder, un espectáculo con una coreografía magistral, a tono con la película estadounidense de ciencia ficción Día de la Independencia y con El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl.

 

En la primera escena de El triunfo… aparece Adolf Hitler acercándose por el aire a un acto del Partido Nazi en Nuremberg, en 1934. El presidente Bush empezó su gran espectáculo a bordo del Abraham Lincoln llegando a la cubierta del barco en un jet S-3B Viking. En el parabrisas de la aeronave estaban grabadas las palabras “Comandante en jefe”. El presidente de EE.UU. emergió entonces vistiendo un atuendo completo de combatiente, invocando imágenes de las dramáticas escenas finales de Día de la Independencia. En esas escenas, un presidente estadounidense dirige una coalición mundial desde la cabina de un pequeño avión de combate. El objetivo de esta operación encabezada por EE.UU. es defender el planeta del ataque de extraterrestres del espacio exterior.

 

Pero la suerte es esquiva, especialmente en tiempos de guerra.

 

Menos de seis meses después, a mediados de septiembre, EE.UU., junto con la Unión Europea, perdió la “batalla de Cancún” al colapsar en ese balneario mexicano la quinta reunión ministerial de la Organización Mundial del Comercio. Un arquitecto clave de ese exitoso esfuerzo de desbaratar los planes de Washington y Bruselas de imponer su agenda al mundo en desarrollo fue el recientemente formado Grupo de los 20 (G20), encabezado por Brasil, India, Sudáfrica y China.

 

Que el G20 se haya atrevido a desafiar a Washington se relaciona con el hecho de que, para septiembre, la legitimidad de la invasión estaba hecha jirones debido a la caída del argumento de las armas de destrucción masiva como fundamento para emprender la guerra; el leal aliado de Bush, Tony Blair, estaba luchando por su vida política; y las fuerzas de EE.UU. en Irak estaban siendo sometidas a algo parecido a la antigua tortura conocida como “la muerte de los mil cortes”.

 

El poder es en parte una función de cómo se lo percibe, y la inflación del poder estadounidense inmediatamente después de la invasión a Irak fue seguida de una deflación incluso más rápida en los meses siguientes. Al haberse transformado su imagen en la de un agitado Gulliver dando ineficientes golpes a diestra y siniestra a liliputienses invisibles en Bagdad y otras ciudades del centro de Irak, otros candidatos para el “cambio de régimen” como Pyongyang, Damasco y Teherán empezaron a ver las misivas de Washington como algo cada vez más vacío. Washington estaba al tanto de la rápida erosión, a ojos del mundo, de su capacidad coercitiva: para fines de octubre, de hecho, George W. Bush hablaba, al estilo de Bill Clinton, de brindarle a Corea del Norte un “compromiso de seguridad”, mientras que el aislamiento agresivo de este país había sido una de las marcas registradas de su primer año en funciones.

 

Incapaz de aumentar la intervención militar sin dar la sensación de estar atrapado en una guerra sin final previsible, Washington estaba desesperado. En el momento de la ministerial de Cancún, el mensaje que llegaba desde Washington era: “Queremos salir de Irak, pero no con el rabo entre las patas. Necesitamos que la o­nU nos cubra, dejar allí algún semblante de fuerza de seguridad multinacional y algún semblante de gobierno que funciona”.

 

Las autoridades de EE.UU. saludaron la aprobación, el 17 de octubre, de una resolución aguada del Consejo de Seguridad de la o­nU que autorizaba una fuerza multinacional bajo la dirección de EE.UU., pero la mayoría de los observadores vieron que de sus vagas disposiciones resultaron pocas fuerzas de ocupación no estadounidenses y poca financiación no estadounidense para la reconstrucción. Muchos gobiernos encontraron reminiscencias de la “paz con honor”, la estrategia de salida de Vietnam de Richard Nixon, y pocos estaban dispuestos a dejarse atrapar en una causa perdida. Cuando Washington anunció pocas semanas más tarde un plan de retirada acelerada en respuesta a los cada vez más efectivos ataques de la guerrilla, la impresión fue que, en efecto, el gobierno de Bush estaba atrás de una salida al estilo de Vietnam.

 

Para la tercera semana de octubre, 104 soldados estadounidenses de ocupación habían sido asesinados a partir de la declaración de Bush del 1° de mayo, en la que terminaba la guerra, con la tasa de mortalidad promedio de uno por día durante las tres primeras semanas del mes. En noviembre, conocido también como el mes más cruel para Washington, unos 74 combatientes estadounidenses perdieron la vida en acción, más de 30 de ellos en tres helicópteros que cayeron bajo fuego iraquí. A fines de 2003, unos 325 soldados de EEUU habían muerto en combate desde el comienzo de la invasión a Irak en marzo, 210 de ellos a partir de que Bush descendiera de los cielos al mejor estilo de Nuremberg.

 

La captura de Saddam Hussein a mediados de diciembre sirvió simplemente para confirmar que Saddam no controlaba lo que era claramente una resistencia popular, puesto que los ataques de la guerrilla permanecieron constantes. Y al empezar 2004, la pregunta ya no es si la resistencia iraquí montará su equivalente de una Ofensiva Tet, sino cuándo.

 

La dinámica de la extralimitación

El anegamiento en Irak y el colapso de la ministerial de la OMC en Cancún fueron apenas dos manifestaciones de esa enfermedad mortal de los imperios, la extralimitación. Hubo otros indicadores críticos, entre los que se cuentan:

– el fracaso para consolidar un régimen dependiente en Afganistán, donde el mandato del gobierno Karzai se extiende solamente hasta los alrededores de Kabul;

– el rotundo fracaso para estabilizar la situación palestina, con Washington convertido cada vez más en rehén de la falta de interés del gobierno de Sharon en negociaciones serias para lograr un Estado palestino viable;

– el irónico impulso que las invasiones de Irak y Afganistán, lideradas por EEUU y cuya justificación fue terminar con el terrorismo, han dado al extremismo islámico, no solo en Medio Oriente, su lugar de nacimiento, sino también en el sur y sureste de Asia;

– la descomposición de la Alianza Atlántica que ganó la Guerra Fría;

– el ascenso, en el mismísimo patio trasero de Washington, de regímenes anti-imperialistas, opuestos al libre comercio, ejemplificados por aquellos encabezados por Luiz Inácio da Silva en Brasil y Hugo Chávez en Venezuela, mientras EEUU centraba su atención en Medio Oriente.

– el surgimiento de un movimiento internacional de masas de la sociedad civil que ha dirigido la movida cada vez más exitosa hacia la deslegitimación de la presencia estadounidense en Irak y contribuido decisivamente al colapso de las ministeriales de la OMC en Seattle y Cancún.

 

Dilema imperial

Contra tales desafíos a su hegemonía, la superioridad absoluta de EE.UU. en capacidad bélica, tanto nuclear como convencional, no cuenta mucho, del mismo modo que una maza resulta inútil para aplastar moscas. Las fuerzas terrestres seguirán siendo el elemento decisivo para intervenir, invadir y mantener una ocupación, pero no hay manera de que el público estadounidense, que en su mayoría ya no considera que la invasión a Irak vale ese precio en bajas estadounidenses, tolere un incremento significativo de los efectivos terrestres allí desplazados, más allá de los 168.000 en servicio en Irak y los Estados del Golfo y los cerca de 47.000 desplegados en Afganistán, Corea del Sur, Filipinas y los Balcanes.

 

Una opción es volver a la diplomacia cañonera de la era de Clinton, lo que Andrew Bacevich, de la Universidad de Boston, describe como el uso calibrado de la fuerza aérea sin la intervención de fuerzas terrestres, “para castigar, trazar límites, señalizar y negociar”. Sin embargo, la gente de Bush se opone –con buenas razones- a una opción de ese tipo: se trate de la descarga de misiles crucero de Bill Clinton contra los anunciados escondites de Osama bin Laden en Afganistán y Sudán o la Operación Rolling Thunder del presidente Lyndon Baines Johnson contra Vietnam del Norte en 1964, el impacto de los ataques aéreos contra un enemigo determinado es muy limitado. Pero la opción de intervenir con tropa terrestre tampoco corre con mejor suerte, lo que lleva a la pregunta: ¿se encuentra EE.UU. en una situación de victoria imposible?

 

El problema es que la gente de Bush no ha aprendido una lección vital de administración imperial: que, como lo expresa Bacevich, “Gobernar cualquier imperio es una empresa política, económica y militar, pero también es una empresa moral”. Si el Imperio Romano duró 700 años, dice Michael Mann de la UCLA, es porque los romanos se dieron cuenta de que la solución al problema de la extralimitación no era el despliegue de más y más legiones sino la extensión de la ciudadanía, primero a las elites locales y luego a toda la población libre.

 

Durante gran parte del período posterior a la segunda Guerra Mundial, de hecho, la facción bipartisana dominante de la elite política de EE.UU. exhibió lo que habían comprendido los romanos, que una “visión moral” era fundamental para la administración imperial. Aquel era un mundo forjado principalmente por la construcción de alianzas, reforzado por mecanismos multilaterales como las Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que descansaba en la creencia de que, como lo expresó Frances Fitzgerald, “la democracia electoral combinada con la propiedad privada y las libertades civiles era lo que Estados Unidos tenía para ofrecer al Tercer Mundo”.

 

El Memorando de Seguridad Nacional 68, el documento definitorio de la Guerra Fría, no era simplemente una estrategia de seguridad nacional: era una visión ideológica que hablaba de una “larga lucha” contra el comunismo por la lealtad de los pueblos y los países en todo el mundo. No puede decirse lo mismo del documento de Estrategia de Seguridad Nacional del actual gobierno, que habla de la misión estadounidense en estrechos términos, más que nada como una misión para defender el American way of life de sus enemigos en el exterior que se atribuye el derecho de atacar a lo que lo amenace, incluso potencialmente, en la persecución de los intereses estadounidenses. Incluso cuando los neoconservadores reinantes hablan de extender la democracia a Medio Oriente, no pueden disipar la impresión de que ven la democracia a la luz de la realpolitik: como un mecanismo para destruir la unidad árabe para asegurar la existencia de Israel y garantizar el acceso de EEUU al petróleo.

 

El regreso al multilateralismo

¿Podrá acaso un gobierno más sofisticado remediar el daño causado por la presidencia de Bush a la administración imperial, recuperando su dimensión “moral” y reinsertándolo en el concierto del multilateralismo?

 

Tal vez, pero incluso este enfoque puede resultar anacrónico. Porque la historia no se queda quieta. No será fácil que la política de una coalición revigorizada liderada por EE.UU. apague el reguero de pólvora de la reacción fundamentalista islámica que terminará haciendo caer o erosionando gravemente la resistencia de los aliados de EE.UU. como las elites de Arabia Saudita y el Golfo. Es probable que volver a la promesa de la era de la Guerra Fría de extender la democracia no funcione con la gente desencantada que ha visto cómo las democracias controladas por elites apoyadas por EE.UU., en lugares como Pakistán o Filipinas, se convierten en obstáculos para la igualdad económica y social. Regresar a las promesas de prosperidad vía globalización acelerada de la era de Clinton tampoco funcionará, puesto que la abrumadora evidencia es que, como incluso el Banco Mundial lo admite, la pobreza y la desigualdad aumentaron mundialmente en la década de 1990, la década de la globalización acelerada.

 

En cuanto al multilateralismo económico, el llamado del financista George Soros a una reforma del FMI, el Banco Mundial y la OMC para promover una forma de globalización más equitativa puede parecer sensato, pero es poco probable que obtenga el apoyo de los intereses comerciales dominantes de EE.UU. que, después de todo, acribillaron las conversaciones de la OMC con su agresiva postura proteccionista en cuanto a agricultura, derechos de propiedad intelectual y aranceles al acero y con sus actitudes de pistoleros hacia otras economías en las esferas de los derechos de inversiones, movilidad del capital y la exportación de productos modificados genéticamente. Armado con la cortina de humo ideológica del libre comercio, es probable que, de hecho, el establishment corporativo de EE.UU. se vuelva todavía más proteccionista y mercantilista en la era de estancamiento mundial, deflación y lucros en disminución en la que ha entrado el mundo.

 

El desafío

¿Y el futuro? En lo militar, no hay duda de que Washington conservará la superioridad absoluta en los índices totales de poderío militar como cabezas nucleares, armamento convencional y portaaviones, pero la capacidad de trasformar el poderío militar en intervención efectiva declinará al afianzarse el “síndrome de Irak”.

 

La ruptura de la Alianza Atlántica es irreversible; el conflicto en relación con Irak no hizo más que acelerar la disruptiva dinámica de las diferencias que se fue construyendo desde los años 1990 en prácticamente todas las dimensiones de las relaciones internacionales. Lo más probable es que Europa se mueva hacia la creación de una fuerza europea de defensa independiente de la OTAN, aunque no será un desafío para la superioridad estratégica de EE.UU. En lo político, sin embargo, Europa se irá saliendo progresivamente de la órbita estadounidense y presentará un polo alternativo, procurando sus propios intereses regionales mediante un enfoque liberal, multilateral y orientado a la diplomacia.

 

En términos de fuerza económica, Estados Unidos seguirá siendo el poder dominante durante las próximas dos décadas, pero es probable que decaiga al erosionarse la fuente de su hegemonía: el marco global de cooperación capitalista trasnacional en el que es central la OMC. Los acuerdos comerciales bilaterales o regionales probablemente proliferarán, pero los más dinámicos pueden ser no aquellos que integren economías débiles con un superpoder como EE.UU. o la UE sino los acuerdos económicos regionales entre países en desarrollo o, en la jerga de la economía del desarrollo, “cooperación sur-sur”. Formaciones como el Mercosur en América Latina, la Asociación de las Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) y el G20 reflejarán cada vez más las lecciones clave que los países en desarrollo han aprendido a lo largo de los últimos 25 años de desestabilizadora globalización: que las políticas comerciales deben subordinarse al desarrollo, que la tecnología debe ser liberada de las estrictas normas de propiedad intelectual, que controlar al capital es necesario, que el desarrollo exige una intervención estatal no menor sino mayor. Y por sobre todo, que los débiles deben unirse, o serán derrotados por separado.

 

Entre los países en desarrollo, China está, por supuesto, en una categoría aparte. De hecho, China es uno de los ganadores de la era de Bush. Se las ha arreglado para estar del lado de todo el mundo en conflictos económicos y políticos clave, y por lo tanto del lado de nadie que no sea China. Mientras EE.UU. ha quedado atrapado en guerras sin fin, China ha maniobrado con destreza para mantenerse libre de compromisos complicados en procura de un rápido crecimiento económico, profundización tecnológica y estabilidad política. La democratización, por supuesto, sigue siendo una necesidad urgente, pero el desmembramiento de la China por causa de su lento avance en ese camino, cosa que a muchos observadores de China les encanta predecir para poder vender sus libros, es algo que probablemente no ocurrirá.

 

El otro gran ganador de los últimos años es lo que el New York Times ha denominado como la “segunda superpotencia” del mundo después de EE.UU. Esto es, la sociedad civil mundial –una fuerza cuya expresión más dinámica es el Foro Social Mundial que se está reuniendo en Mumbai. Esta red internacional de rápida expansión que comprende al Norte y al Sur es la fuerza principal por la paz, la democracia, el comercio justo, la justicia, los derechos humanos y el desarrollo sustentable. Gobiernos tan dispares como Beijing y Washington se burlan de sus demandas. Las corporaciones la odian. Y las agencias multilaterales se ven obligadas a adoptar su lenguaje de “derechos”. Pero su capacidad cada vez mayor de deslegitimar el poder e incidir en las reglas básicas de las corporaciones es un hecho de las relaciones internacionales con el que tendrán que convivir.

 

La capacidad disminuida de EE.UU. para controlar los acontecimientos mundiales, el ascenso de bloques económicos regionales tras la decadencia del sistema multilateral, el aumento de la capacidad de los países en desarrollo de hacer valer sus derechos y la emergencia de la sociedad civil global como control cada vez más poderoso de los Estados y las corporaciones, son tendencias que probablemente se acelerarán en los próximos años.

 

La historia es astuta y maliciosa, y a menudo juega al agraviante juego de hacer ocurrir precisamente lo opuesto de lo que sus actores pretendían. El “dominio total” estadounidense en el siglo XXI ha sido el objetivo confeso de los neoconservadores que llegaron al poder con George W. Bush. Irónicamente, la saña del gobierno actual en conseguir ese objetivo ha acelerado la erosión de la hegemonía de EE.UU., un proceso que una elite imperial más hábil podría haber enlentecido.

 

En Mumbai las multitudes continuarán sin duda considerando a EE.UU. una amenaza mortal para la paz y la justicia mundiales, pero también se alegrarán con las dificultades cada vez mayores de un imperio arrogante que no logra percibir que la decadencia es inevitable y que el desafío no es resistir el proceso sino manejarlo con destreza.

 

*Walden Bello es profesor de sociología y administración pública en la Universidad de Filipinas, y director ejecutivo de Focus o­n the Global South, un instituto de investigación y acción con sede en Bangkok. En 2003 fue galardonado con el Right Livelihood Award, mejor conocido como Premio Noble Alternativo.