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por Walden Bello*

El libro de Naomi Klein "The Shock Doctrine: the Rise of Disaster Capitalism (Nueva York: Metropolitan Books, 2007) ("La Doctrina del Shock: El ascenso del capitalismo de desastre") es una obra realmente impresionante. Sin embargo esto no resulta evidente de manera inmediata, como se puede constatar en el comentario que hace Joseph Stiglitz de la obra. Incluso antes de leerlo, estaba seguro que el premio Nobel destacaría el esfuerzo de Klein por establecer un vínculo entre los experimentos con choques eléctricos realizados por el famoso psicólogo de la Universidad de McGill, Ewen Cameron, quien trabajaba a contrato con la CIA, y el enfoque de shock económico desarrollado por Milton Friedman en la Universidad de Chicago.

Y Stiglitz efectivamente lo destaca, en el curso de la nota que escribió, típica de la columna de ‘Crítica Literaria' del New York Times, que no se atreve a demostrar mucho entusiasmo por un libro que proviene del campo de la izquierda, para no provocar a los sabuesos de la derecha siempre alerta que podría cuestionar las credenciales del comentarista. (http://www.nytimes.com/2007/09/30/books/review/Stiglitz-t.html). Stiglitz, por cierto, sugiere en su primera frase que el análisis de Klein podría estar infectado de teorías de conspiración: "No hay accidentes en el mundo según lo ve Naomi Klein…". El premio Nobel hace algunos comentarios positivos del libro, pero los neutraliza dejando constancia de que Klein "no es una académica y no debe ser juzgada como tal". Y respecto del concepto central del libro, el "capitalismo de desastre", si bien lo menciona una vez, mayoritariamente lo ignora. En suma, su crítica es condenatoria, pero disfrazada con una fina capa de elogio.

La escuela editorial de Nueva York sostiene que uno gana o pierde a su audiencia en las primeras páginas, pero sean cuáles fuesen los motivos que los llevaron a traer los experimentos de Cameron a primera plana -sugiriendo muy directamente la existencia de un vínculo entre la génesis del tratamiento con choques eléctricos de Cameron y el enfoque de la Escuela de Chicago respecto de las políticas económicas-eso fue un error de juicio de Klein y sus editores. Aunque la intención de usarlo como un dispositivo dramático resulta evidente, se corre el riesgo de lograr el efecto contrario. Los entusiastas de la teoría conspirativa seguramente quedarán fascinados, pero no así el público crítico y perspicaz al cual está dirigido el libro.

 

 

Tras los pasos del neoliberalismo

Lo que es una pena, ya que a pesar de esta torpeza inicial, "The Shock Doctrine" se recupera, para emerger como una obra de gran estatura que describe brillantemente la trayectoria del neoliberalismo, desde sus inicios como teología marginal hasta su consolidación como política universal. Klein combina la aguda visión del periodista capaz de capturar el detalle, la capacidad del analista para identificar, resaltar y examinar minuciosamente las tendencias más profundas, y el talento para contar una historia fascinante que vuelve a ratificar que, a pesar de la nota de desprecio de Stiglitz, una periodista de fuste puede muchas veces poner al descubierto la realidad social mucho mejor que el economista o el politólogo más capacitado. Su habilidad para combinar el periodismo de investigación que no deja piedra por levantar, con el análisis social en profundidad, convierte a Klein en la David Halberstam de su generación, colocando a "Shock Doctrine" y su anterior libro "No Logo" a la par de "The Best and the Brightest" (‘los mejores y los más brillantes') y "War in a Time of Peace" (‘la guerra en tiempos de paz'). Hay sin embargo una diferencia: Klein es una mujer de izquierdas que no se avergüenza de serlo, y de allí surge su pasión y su poder de convicción.

 

The Shock Doctrine rastrea el ascenso del neoliberalismo hasta alcanzar el predominio, desde sus orígenes a mediados de los años cincuenta como un programa creado para permitirles a los estudiantes chilenos impregnarse de la doctrina radical del libre mercado que difundían Milton Friedman y sus socios de la Universidad de Chicago, que en aquellos años constituía un oasis del pensamiento radical del mercado libre, en un mundo dominado por el keynesianismo en Estados Unidos y Europa y el ‘desarrollismo' en América Latina, con sus compromisos pragmáticos entre el Estado y el mercado, entre obreros y patrones, entre el comercio y el desarrollo.

La oportunidad del neoliberalismo de salir del congelador le llegó a comienzos de los setenta, cuando el General Augusto Pinochet derrocó el gobierno revolucionario del Presidente Salvador Allende en Chile e invitó a los "Chicago Boys", que habían estado esperando en las gateras durante años para hacerse cargo de la economía. Con una población sobrecogida por el golpe de Estado, los Chicago Boys se abocaron a la tarea de desmantelar drásticamente los pactos desarrollistas y keynesianos de concesiones mutuas que apuntalaban a una de las economías industriales más avanzadas de América Latina. Con una mentalidad de "Año Cero" semejante a la del Khmer Rouge en Camboya, forzaron a Chile a transformarse de la noche a la mañana en el paraíso del libre mercado prescrito por Friedman, que creía ciegamente en ver las crisis como una oportunidad de reestructura radical. Pero este paraíso solamente fue posible desatando una represión atroz -una dosis aún mayor de represión fue necesaria para liberalizar a la vecina Argentina, donde decenas de miles fueron asesinados y más de cien mil personas fueron torturadas por un régimen militar asesino que les dio vía libre a los radicales de la libertad del mercado para reestructurar la economía.

 

Algunas de las apreciaciones más originales de Klein las encontramos en los capítulos referidos a Bolivia, Polonia, China y Sudáfrica. Bolivia, bajo la tutela de un "Doctor Shock" más joven -el economista Jeffrey Sachs, de la Universidad de Harvard- demostró que era posible imponer las medidas neoliberales a través de un gobierno democráticamente electo si éste estaba dispuesto a recurrir a medidas de emergencia, como el arresto y aislamiento de los líderes sindicales. Polonia, también asesorada por Sachs, demostró cómo las transiciones democráticas podían ser una oportunidad para aplicarle políticas de choque transformadoras del sistema -que incluyeron la eliminación súbita de los controles de precios, recortes de los subsidios, y la privatización acelerada de las empresas del Estado-a una población subyugada todavía por la caída del comunismo. En China no hubo transición democrática, pero Deng Xiaoping y sus aliados utilizaron la masacre de la plaza Tiananmen y su epílogo, cuando la población se encontraba en estado de confusión y parálisis, para impulsar decisivamente y consolidar el ambicioso programa de reformas capitalistas que habían iniciado a fines de los años setenta. La gente que estaba cansada del comunismo no estaba clamando por el libre mercado, ni en Polonia ni en China, destaca enfáticamente Klein; lo que exigían era que hubiera mayor control democrático sobre la política económica.

Sudáfrica representó otra ruta más hacia el neoliberalismo. En este caso hubo un manejo sigiloso de la situación, cuando la elite de Afrikaners instaló un régimen macroeconómico conservador que preservara sus derechos de propiedad, aprovechando que el Congreso Nacional Africano (CNA) estaba demasiado centrado en el objetivo político de lograr que el gobierno quedara en manos de la mayoría negra. Pero no todo fue tan sutil: las empresas dejaron clara su intención de irse si se aplicaban políticas socialistas, anunciando así una perspectiva de desestabilización económica. En estas circunstancias, la elite blanca encontró un valioso aliado en el negociador del CNA, y futuro Presidente de Sudáfrica, Thabo Mbeki, quien convenció a Nelson Mandela de que lo que se necesitaba para estabilizar al nuevo régimen era "algo audaz, algo impactante que comunicara con los trazos amplios y drásticos que entiende el mercado, que el CNA estaba dispuesto a sumarse al Consenso de Washington neoliberal".

 

La contribución de Margaret Thatcher y Ronald Reagan fue demostrar que los programas neoliberales opuestos a los intereses de la mayoría, podían imponerse en una democracia occidental si se era lo suficientemente cruel para aprovechar ciertas situaciones. Para Thatcher, la guerra con Argentina por las islas Malvinas en 1982 fue una oportunidad que le vino como anillo al dedo para alimentar el patrioterismo al servicio de un programa radical, una de cuyas tácticas fue mostrar a los sindicatos como el ‘enemigo interno'. Las tácticas de Thatcher prefiguraron las de George W. Bush luego del 9/11, cuando él y su equipo utilizaron el estado de histeria de la población para declarar una "guerra al terror" cuyo fin era dar inicio a una nueva fase de la empresa neoliberal que Klein denomina el "capitalismo de desastre". Pero antes de entrar en eso, detengámonos a evaluar el análisis de Klein hasta ese punto.

 

 

Muy bueno, pero…

El relato de Klein es excelente, pero no está exento de algunos errores. En primer lugar, presenta una visión excesivamente rosa del Estado keynesiano predominante entonces en Estados Unidos y Europa, y del Estado desarrollista que predominaba en el Cono Sur en el período que va de fines de la década de 1940 a mediados de la de 1970. Escribe que gracias a los regímenes desarrollistas, "El Cono Sur comenzó a parecerse más a Europa y América del Norte que el resto de América Latina y otras partes del Tercer Mundo". Y más adelante reitera: "El desarrollismo fue por un tiempo tan asombrosamente exitoso, que el Cono Sur de América Latina se transformó en un símbolo potente para los países pobres del mundo: la prueba de que con políticas prácticas e inteligentes, aplicadas con agresividad, efectivamente podía cerrarse la brecha de clases entre el Primer y el Tercer mundo".

 

No es exactamente eso lo que se sentía en aquel momento. Por cierto, si los neoliberales pudieron emerger de la nada, fue porque se los vio como representando una alternativa, aunque no comprobada, a sistemas económicos en crisis. En Estados Unidos, el período de rápido crecimiento económico alimentado en parte por la reconstrucción de Japón y Europa dejó su lugar a una situación de recesión e inflación, sintomática de la existencia una crisis más profunda: la brecha creciente entre la enorme capacidad productiva y el consumo limitado, que lleva a una erosión de la rentabilidad que los marxistas han denominado la crisis de la sobreproducción. En América Latina, las principales críticas al Estado desarrollista venían de la izquierda, que denunciaba que el proceso de sustitución de importaciones industriales dirigido por el Estado estaba "agotado", debido a una distribución del ingreso muy desigual que limitaba el mercado interno.

 

En Estados Unidos y Gran Bretaña, la experiencia de una inflación de dos dígitos que se comía sus salarios y ahorros, hizo a las capas medias receptivas al mensaje de la cofradía de Friedman. En Chile, esas capas fueron al principio receptivas a la crítica de la izquierda al Estado desarrollista. Pero cuando la izquierda llegó al poder con un proyecto socialista en 1970, las clases medias -temerosas del ascenso de los pobres, a los que denominaban los "rotos"-se volvieron con saña contra la izquierda, cuando los Demócrata Cristianos apoyados en esas clases medias se unieron a la derecha en una plataforma anti-comunista que proclamaba estridentemente la defensa de la propiedad privada, el capitalismo y la "libertad".

 

 

La construcción de la hegemonía

Esto nos lleva a la pregunta: ¿cómo llegaron los neoliberales al poder? La respuesta no se reduce a que la elite utilizó a los militares o manipuló la democracia para imponerle un programa neoliberal a una población reacia que no estaba de acuerdo pero que estaba aturdida y fue tomada por sorpresa, que es la imagen que proyecta el relato de Klein, premeditada o involuntariamente. No fue así, ni siquiera en el ejemplo paradigmático de Chile que utiliza Klein. El ascenso del neoliberalismo involucró allí a las elites y a los militares, pero actuando en concierto con una masa de clase media contrarrevolucionaria que controló las calles, cuando la juventud Demócrata Cristiana se unió con su parentela más decididamente fascista de Patria y Libertad, para intimidar y aporrear a los integrantes y activistas de la izquierda. Me consta, ya que como estudiante de doctorado, disertando sobre el ascenso de la contrarrevolución, escapé por poco de ser molido a golpes por jóvenes iracundos de la clase media contrarios a Allende, que insistían que yo era un agente cubano enviado por Fidel para destruir a Chile. Claro que la CIA jugó un papel central, pero lo hizo en apoyo de una contrarrevolución de clase media que ya estaba en marcha, en un proceso que se asemejó a la Italia y la Alemania del período posterior a la Primera Guerra Mundial.

 

En otras palabras, prácticamente en todas las instancias, el neoliberalismo encontró a una clase media desencantada del Estado keynesiano o desarrollista, o que se sentía amenazada por la izquierda o ambas cosas. Es por esta razón que para refutar la insinuación de Stiglitz de que Klein opera en el marco de un paradigma conspirativo, es necesario complementar el relato instrumentalista de Klein con la noción de David Harvey sobre la "construcción de hegemonía", un proceso por intermedio del cual la elite genera consenso entre las clases subordinadas en apoyo a un proyecto neoliberal que está principalmente al servicio de sus propios intereses. (David Harvey, "A Brief History of Neoliberalism" [Oxford: Oxford University Press, 2005]). En el caso de Gran Bretaña, no fue tanto la atmósfera patriotera de la Guerra de las Malvinas sino el encantamiento ideológico de la clase media con una líder conservadora propensa a evocar los temas de la libertad, el individuo y la propiedad, lo que pautó el avance hacia las reformas neoliberales. Thatcher fue una experta en fomentar lo que Harvey llama un "individualismo posesivo seductor", y se "forjo la aprobación y consentimiento rindiéndole culto a una clase media que aprecia el goce de la vivienda propia, la propiedad privada, el individualismo y la liberación de las oportunidades empresariales".

 

La construcción del consentimiento fue también la principal vía hacia la hegemonía en Estados Unidos, donde los neoliberales hábilmente vincularon su programa de libre mercado con la agenda de una coalición de clase media impulsada por el resentimiento contra las minorías, supuestamente privilegiadas por los demócratas liberales, y por un apego fervoroso a los valores religiosos que consideraba estaban siendo amenazados por la izquierda. "No sería la primera vez" razona Harvey, refiriéndose a la ascendencia de los Republicanos en la época de Reagan "ni probable y lamentablemente tampoco la última, que un grupo social vote contra sus intereses materiales, económicos y de clase, por razones culturales, nacionalistas, y religiosas". De hecho, hubo incluso grupos de trabajadores industriales que corrieron riesgo de ser cooptados: "Una mayor independencia y libertad de acción en el mercado laboral podría ser considerado una virtud, tanto por el capital como por los trabajadores, y en este punto tampoco fue difícil integrar los valores neoliberales como parte del ‘sentido común' de los trabajadores".

 

Una expresión fascinante del proceso que permitió a la doctrina neoliberal de Thatcher transformarse en parte del "sentido común" entre algunos sectores de la clase trabajadora nos la presenta el connotado sociólogo económico Mark Blyth en "Great Transformations: Economic Ideas and Insitutional Change in the 20th Century" [Cambridge: Cambridge University Press, 2002], que se sintió sorprendido al ver a su padre -un carnicero, de quien se podía esperar que votaría por los Laboristas-volcarse hacia los Conservadores. La razón por la cual no votaba a los laboristas, según le comentó a Blyth era que:

"Una vez electos, los Laboristas se gastan todo el dinero en crear empleo, lo que es muy justo pero no funciona. Lo único que logran es que suban los precios. Lo intentarán una y otra vez y no quedará nada para las escuelas y los hospitales, así que tendrán que pedir prestado, lo que significa que habrá menos dinero para todo lo demás. Esto quiere decir que tendremos que pagar más por los préstamos y esas cosas, así que la gente tendrá menos dinero para gastar. Cuanto menos se gaste, más se estanca la economía, y habrá menos personas que trabajan. Si los Conservadores ganan, recortarán los impuestos, y la gente gastará más, y habrá más puestos de trabajo".

Al notar que su padre había expuesto "en menos de un minuto" a Buchanan, Friedman, Laffer, Nordhaus e incluso Pigou para diagnosticar el estado de la economía británica, más rápido que muchos estudiantes de postgrado, Blyth le preguntó por qué pensaba que el dinero que él gastaba derivado de la reducción de impuestos iba a crear más puestos de trabajo, y por qué el dinero que gastara un gobierno laborista iba a crear más inflación. Y obtuvo la siguiente respuesta: "Porque así ocurre. Los gobiernos no deberían hacer ese tipo de cosas".

 

Reflexionando sobre este incidente que lo llevó a escribir su trabajo sobre el impacto de las ideas en la política, Blyth comentó que "Desde cualquier posición materialista imaginable posible, mi padre debería haber sido un votante del Partido Laborista, pero no lo fue. Fue conquistado por una serie de ideas que no sólo no encarnaban sus intereses, sino que esto sucedía sin importar la veracidad de las mismas. Esto me llevó a pensar que mientras un grupo de personas suficientemente grande crea algo, ese algo, justamente debido a que lo creen, se transformará en verdad. Por este motivo, si algo que es creído resulta funcionalmente equivalente a que ese algo sea verdad, la creencia en sí misma se vuelve política y económicamente eficaz. Por lo tanto, no es "realmente" necesario que las ideas se correspondan con el mundo "real" para que sean importantes en ese mundo".

 

El neoliberalismo, en los hechos, se transformó en algo tan "de sentido común", que incluso en aquellos países donde la socialdemocracia ha llegado al poder, desplazando a los partidos conservadores que eran tradicionalmente los partidos del neoliberalismo, como sucedió en Chile, Gran Bretaña y Estados Unidos, los partidos socialdemócratas no se han animado a rearmar el Estado liberal intervensionista y se han empeñado en seguir rindiendo culto a la "magia del mercado". En realidad, no fueron los conservadores, sino los socialdemócratas -como Blair de Gran Bretaña o Clinton de Estados Unidos, o el gobierno de la Concertación en Chile liderado por los socialistas-con su retórica sobre las ‘políticas sociales orientadas por el mercado', quienes consolidaron el régimen económico neoliberal.

 

Las raíces de la hegemonía neoliberal

El aporte más importante de Klein en su libro es la teoría del "capitalismo de desastre". Pero para apreciar plenamente su razonamiento, es importante retroceder hasta las raíces de la crisis del Estado keynesiano y el Estado desarrollista en la década de 1970, que ella minimiza. Esa crisis, que allanó el camino para el ascenso del neoliberalismo, tuvo sus orígenes en lo que los economistas llaman la crisis de sobre-acumulación o sobreproducción.

El período dorado del crecimiento de posguerra a escala mundial, que logró eludir crisis de envergadura durante casi 25 años, se basó en la generación de una enorme demanda efectiva, lograda gracias al aumento de los salarios de los trabajadores en el Norte, la reconstrucción de Europa y Japón, y la industrialización por la vía de la sustitución de importaciones en América Latina y otras partes del Sur. Este período dinámico llegó a su fin a mediados de los setenta, cuando la recesión empezó a afianzarse debido a que la capacidad de producción mundial comenzó a superar a la demanda mundial, constreñida por la profundización permanente de las desigualdades en la distribución de los ingresos. Según los cálculos de Angus Maddison, especialista de primer nivel en tendencias estadísticas, la tasa anual de crecimiento del producto bruto interno (PBI) cayó de 4,9 por ciento en lo que ahora se considera el período dorado del sistema de Bretton Woods después de la Segunda Guerra Mundial, 1950-73, a 3 por ciento en el período 1973-89 -lo cual representa una caída del 39 por ciento.

Estas cifras reflejaban la trastornante combinación de estancamiento e inflación en el Norte, la crisis de la industrialización por la vía de la sustitución de importaciones en el Sur, y la erosión de los márgenes de ganancia en todas partes. Para el capital mundial, las políticas neoliberales -que incluían la redistribución del ingreso a favor de los sectores más altos mediante la reducción de los impuestos a los ricos, la desregulación y el ataque a las organizaciones sindicales de los trabajadores-fueron una vía de escape a la crisis de sobreproducción. Otra fue la globalización comandada por las empresas transnacionales, que abrió mercados en el mundo en desarrollo y movilizó capitales desde las zonas de salarios altos a las de salarios bajos. Una tercera, fue lo que Brenner y otros han llamado la "financierización", es decir, la canalización de las inversiones hacia la especulación financiera, donde es posible obtener lucros mucho mayores que en la industria, donde los márgenes de ganancia se habían estancado en gran medida.

 

La especulación febril disparó la proliferación de nuevos y sofisticados instrumentos especulativos, como los derivativos financieros, que escaparon a la vigilancia y la regulación. El capital financiero también obligó a eliminar los controles de capital para aprovechar los diferenciales en las tasas de interés y de cambio de moneda extranjera en los distintos mercados de capital. Esta volatilidad, producto de la liberación del capital de las cadenas que le había impuesto el sistema financiero de Bretton Woods en la posguerra, fue una fuente de inestabilidad. Lo más problemático de la especulación financiera es que se redujo fundamentalmente a extraer más "valor" del valor ya creado, en vez de crear valor nuevo, ya que esta última opción estaba descartada por el problema de sobreproducción en la economía real. Pero la divergencia entre los indicadores financieros momentáneos como los precios de las acciones, y los valores reales, sólo puede existir hasta un momento dado en que la realidad contra-ataca y aplica una "corrección", como sucedió en la reciente caída de los valores ligados en una miríada de formas bizantinas a las sobrevaluadas hipotecas de alto riesgo conocidas como ‘subprime'. Las correcciones y crisis se han vuelto más frecuentes en la era neoliberal, y según un estudio de la Brookings Institution, en los últimos 30 años ya han ocurrido unas cien.

 

En cualquier caso, aunque las políticas neoliberales, la globalización y la financierización han consolidado y fortalecido el poder de las elites al redistribuir el ingreso de abajo hacia arriba, no han sido eficaces para revitalizar la acumulación mundial de capital. Sus registros actuales, señala Harvey, "resultan francamente sombríos". Las tasas anuales de crecimiento mundial agregado fueron de 1,4 por ciento en la década de 1980 y 1,1 por ciento en la de 1990, en contraste con el 3,5 por ciento que se registró en la década de 1960 y el 2,4 por ciento en la de 1970.

 

 

Capitalismo de desastre

Es justamente esa incapacidad fundamental del capitalismo financiero de reiniciar una acumulación vigorosa de capital, lo que nos permite apreciar plenamente la teoría de Klein sobre el capitalismo de desastre y la noción estrechamente vinculada de David Harvey de "acumulación por la vía de la privación". Uno y otra pueden verse como el esfuerzo desesperado y más reciente de una máquina capitalista crecientemente decrépita que trata de superar la persistente, y cada vez más aguda, crisis de sobreproducción. En los últimos años, el estancamiento o un crecimiento débil han sido la característica en la mayoría de las áreas de la economía mundial, a excepción de China e India. Estados Unidos ha registrado mayor crecimiento que la esclerótica Europa, pero ha sido en gran parte ilusorio, ya que es fundamentalmente el resultado del gasto de la clase media estadounidense, alimentado por créditos enormes provenientes de China y el este asiático. China otorgó préstamos a Estados Unidos con el fin de mantener la demanda para su propio sector industrial exportador sustentado en la mano de obra barata, pero la expansión de su producción por sí misma contribuyó inmensamente a la sobrecapacidad, la sobreproducción y la contracción de la rentabilidad que aquejan a todo el sistema mundial. Incluso el Fondo Monetario Internacional (FMI) reconoció que el mundo pisa terreno inseguro, y que se podría abrir una grieta si los consumidores refrenaran su gasto financiado por deuda, como parecen estar haciéndolo ahora.

 

En su esfuerzo por remontar la crisis, el capitalismo crecientemente ha complementado -cuando no suplantado-la acumulación a través de la producción por la acumulación a través de la privación (o ‘desposesión') o la expropiación de las fuentes de riqueza -o la riqueza ya creada-en un proceso similar al de la acumulación primitiva característica de los inicios del capitalismo en el período del siglo XIV al XVII. La acumulación por privación implica una aceleración de las privatizaciones y la mercantilización de los bienes de la comunidad, que incluyen no sólo la tierra sino también el medioambiente y el conocimiento. Millones de campesinos y pueblos indígenas son desplazados de sus tierras a medida que la propiedad privada sustituye a la propiedad comunitaria o a los regímenes comunales, a menudo con el apoyo activo de instituciones como el Banco Mundial y el Banco de Desarrollo Asiático. Las semillas, resultado final de la interacción milenaria de las comunidades humanas con la naturaleza, son privatizadas ahora mediante mecanismos como el acuerdo de la OMC sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC o TRIPS por sus siglas en inglés), que a su vez ha desestimulado el desarrollo tecnológico del Sur por el miedo a infringir las patentes de las empresas del Norte.

 

Un mecanismo clave de la acumulación por privación o ‘desposesión' es la privatización acelerada de la propiedad y los bienes que hasta entonces eran públicos o estatales, que es, en esencia, justamente de lo que se trata el capitalismo de desastre. El capitalismo de desastre es la contribución principal de la administración Bush al neoliberalismo. Su característica central es el fraccionamiento y entrega de las funciones estatales ‘básicas' de la seguridad, la defensa y la infraestructura -que el propio Adam Smith consideraba debían ser patrimonio del Estado-al sector privado. Por la vía de su ‘guerra contra el terror', la administración Bush inauguró "la creación del conglomerado del capitalismo de desastre -toda una nueva economía de seguridad interna, guerra privatizada y reconstrucción de desastres, a la que se le encomienda nada menos que la construcción y gestión de un Estado de seguridad privatizado, tanto para el ámbito nacional como en el resto del mundo. Los estímulos económicos de esta iniciativa abarcadora demostraron ser suficientes para retomar la posta de la acumulación allí donde la globalización y la burbuja de las empresas ‘punto.com' la dejaron. Del mismo modo en que Internet dio origen a la burbuja de las empresas ‘punto.com', el 11 de septiembre dio origen a la burbuja del capitalismo de desastre… Fue el pináculo de la contrarrevolución iniciada por Friedman. Durante décadas el mercado se estuvo alimentando de los apéndices del Estado; ahora llegó la hora de devorar sus entrañas."

 

En el paradigma del capitalismo de desastre, el Estado sirve de motor de la acumulación de capital -es decir, acumula capital a través de los impuestos, luego lo transfiere a los contratistas privados para que se hagan cargo del núcleo duro de sus propias funciones, desde la defensa al sistema carcelario o el suministro de infraestructura. Proveer seguridad se transforma en la nueva industria de crecimiento, que incorpora y trasciende al antiguo complejo industrial militar. Cualquier desastre, originado en un fenómeno natural como el huracán Katrina o en uno creado socialmente como el de Irak, es considerado una oportunidad de varias maneras. Es generador de demanda de una mercancía, ya sea la seguridad o la reconstrucción. Aprovechando los desastres naturales, brinda la oportunidad de alterar el paisaje físico y "agregar valor" al mismo, sacando del medio a las comunidades pobres "desprovistas de valor" y transformando ese suelo en propiedad inmobiliaria residencial o comercial de lujo, como ocurrió en Nueva Orleáns pos-Katrina. Finalmente, como en Irak, la guerra se transforma en una herramienta para borrar al viejo Estado intervencionista y crear de la nada el gobierno neoliberal ideal, cuya función clave es delegar sus propias funciones a los contratistas privados, como en el caso de la empresa de obras de ingeniería Bechtel o la famosa empresa de seguridad Blackwater. "En Irak" dice Klein, "no hubo una sola función del Estado que fuera considerada tan "básica" que no fuese transferible a un contratista, preferentemente a uno que apoyara al Partido Republicano con contribuciones financieras o con soldados cristianos de a pie durante las cruzadas electorales. La consigna habitual de Bush rigió todos los aspectos de la participación de la fuerzas extranjeras en Irak: si una tarea puede ser realizada por un ente privado, así debe ser."

 

El problema obviamente, es que el capitalismo de desastre es tan descaradamente anti popular que incluso revestido con su retórica de libertad, de emprendimiento y eficiencia, no logra conquistar a la gente del mismo que la ideología neoliberal sí consiguió cautivar inicialmente a las clases medias en la era de Reagan y Thatcher. Al leer el recuento escalofriante de Klein, uno se pregunta cómo pudo Paul Bremer, el jefe de la Autoridad Provisional de la Coalición, no darse cuenta que los decretos que promulgó, y cuyos efectos transforman a los jóvenes de Irak en población excedente -en una sociedad donde el Estado funciona fundamentalmente para el enriquecimiento de los contratistas extranjeros-los iba a transformar en insurgentes. El capitalismo de desastre y la acumulación por privación representan un orden capitalista que ya no busca la hegemonía ideológica sino simplemente imponerse por medio de la fuerza bruta. Eso es insostenible. El último capítulo del libro de Klein, que analiza el vasto y variado movimiento mundial que se alza contra lo que los pensadores franceses dieron en llamar el "capitalismo salvaje", muestra que -como lo destacara Gramsci-nadie puede mantener su hegemonía durante mucho tiempo sin legitimidad. Las personas y los pueblos se han vuelto más sabios y tienen más esperanzas: no se someterán fácilmente a otro choque neoliberal.

 

 

Klein ahora versus Klein antes

Surge inevitablemente la pregunta: ¿cuál libro es mejor: "No Logo" o "The Shock Doctrine"?. No es una elección fácil, pero me inclino a pensar que No logo es mejor.

Permítanme explicarlo. La capacidad crítica, la agudeza de análisis y la pasión de No Logo son las mismas que se encuentra al leer The Shock Doctrine. Pero hay algo diferente en la manera en que están escritos. En una crítica de No Logo que hice para Yes! en 2001, escribí: "No logo es un libro convincente, pero no es fácil de leer. Leer a Klein es como seguir a un hábil comandante que sin tregua pone a prueba las muchas defensas del enemigo para localizar el principal punto de vulnerabilidad. Y justo cuando el lector cree que Klein ha identificado el punto clave de la defensa, la autora nos revela que es solamente un episodio que contribuye a desentrañar la dinámica del capitalismo contemporáneo. Es literatura deconstructivista de gran nivel, el producto de una mente brillante e inquieta que no se conforma con presentarnos uno o dos razonamientos solitarios de entre todo el material que atesora".

 

Leer "The Shock Doctrine" es una experiencia diferente. No nos obliga a trabajar. El lector es un turista que va siendo guiado por una senda bien iluminada donde hay pocas sorpresas.

Prefiero francamente el discurso de "No Logo", y ciertamente no me complace ser sometido desde el comienzo mismo a un tratamiento de choque literario cuyo objetivo no es otro que instarme a seguir leyendo. Este defecto -y el cambio de estilo- prefiero atribuirlos no tanto a Klein (que vive en Toronto), sino a la escuela editorial de Nueva York, que como Hollywood, prefiere un enfoque directo a uno más insinuante, más indirecto, menos predecible pero finalmente más esclarecedor.

 

*Actualmente es Profesor visitante distinguido en la Universidad de St. Mary, Halifax, Canadá, Walden Bello es analista en el instituto Focus on the Global South con sede en Bangkok y profesor de sociología en la Universidad de Filipinas en Diliman. Es autor de "Walden Bello Introduces Ho Chi Minh" (Londres: Verso, 2007), "Dilemmas of Domination" (Nueva York: Metropolitan Books, 2005) y Deglobalization (Londres: Zed, 2002).