por Devinder Sharma*


Las iniciativas actuales de harmonización y fortalecimiento de los regímenes de protección de los derechos de propiedad intelectual en todo el mundo, como parte del acuerdo de la OMC sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), están sofocando el chorreo de conocimientos del mundo industrializado a los países en desarrollo, que se da a través de los mecanismos de distribución de beneficios, y está afectando negativamente la transferencia de tecnología.

 

Con legislaciones sobre derechos de propiedad intelectual (DPI) cada vez más estrictas y con la concentración creciente de patentes sobre genes y líneas de células en manos de empresas privadas que pretenden monopolizarlas, el mundo se está moviendo rápidamente hacia una era de apartheid científico contra el Tercer mundo. A sabiendas que el acuerdo sobre los ADPIC es diabólico, pero rehusándose a enfrentarlo y reclamar cambios radicales en la materia, a la comunidad científica internacional se le ocurrió ahora la idea de fundar una nueva institución caritativa –esta vez para la propiedad intelectual. El Public Sector Intellectual Property Resource for Agriculture (PIPRA, por sus sigla en inglés) es una iniciativa planteada por algunos institutos científicos con el apoyo de la Fundación Rockefeller y la Fundación McKnight, ambas con sede en EEUU. Su objetivo es “explorar la factibilidad de ensamblar tecnologías agropecuarias clave complementarias que puedan servirle de apoyo a la investigación pública”. En pocas palabras, se trata de asegurar que el esfuerzo de las empresas privadas para garantizar el avance de la ingeniería genética –que ya enfrenta una creciente oposición publica en los países desarrollados– mediante regímenes de patentes más estrictos, no constituya un impedimento para imponerle esa tecnología indeseada a los países en desarrollo.


Irónicamente, EEUU ha sido vanguardia en la práctica de hurtar primero recursos genéticos vegetales, animales y humanos para después patentarlos estrictamente como su propiedad intelectual. En lugar de pinchar al diablo en el trasero, la iniciativa del PIPRA simplemente pretende darle un rostro más humano a los esfuerzos de EEUU de monopolizar aquello que era conocimiento tradicional accesible sin costo. Sin lugar a dudas, esa iniciativa no está orientada a minimizar la amenaza que suponen las patentes en materia de biotecnología para la investigación científica del futuro, como tampoco está interesada en las denuncias del Tercer mundo contra la biopiratería en la que han incurrido impunemente los institutos y universidades estadounidenses. La protección agresiva de sus nuevos inventos, inclusive procesos tecnológicos, a manos de las universidades e institutos de investigación occidentales ya afecta severamente las posibilidades futuras de crecimiento tecnológico de la mayoría de los pueblos del mundo. Tomemos el caso del controvertido ‘arroz dorado’. Hay 16 patentes y algo así como 71 obstáculos potenciales en materia de propiedad intelectual que se han interpuesto al desarrollo de ese “milagroso” arroz transgénico. De ninguna manera queremos decir con esto que esa tecnología suponga potencialmente ninguna ventaja para los países en desarrollo (el ‘arroz dorado’ no es más que un ejercicio de relaciones públicas de la industria biotecnológica), pero el hecho es que ciertamente pone de relieve la amenaza de obstaculización a la investigación pública tanto en los países en desarrollo como en los desarrollados.


Patentes y monopolios

Más recientemente –al mismo tiempo que el Consejo sobre los ADPIC aún se encuentra inmerso en la revisión del artículo 27.3(b) del acuerdo de la OMC sobre los ADPIC con relación a los materiales biológicos, el conocimiento tradicional y el folclor—la Oficina Europea de Patentes (OEP) mantuvo en mayo de 2003 una controvertida patente sobre un método (biolístico) de bombardeo de partículas para la modificación genética de semillas de soja, anteriormente cedida a la empresa Agracetus (que posteriormente fue absorbida por la gigantesca multinacional Monsanto). En pocas palabras, esa patente de amplio espectro le cede a Monsanto el monopolio exclusivo de todas las variedades de soja transgénica. La patente también incluye cualesquier otras plantas transgénicas para cuya creación se haya utilizado esa misma tecnología de modificación genética para el mejoramiento de los cultivos.


Las multinacionales semilleristas Syngenta y De Kalb también se opusieron a esa patente porque ella le cedía a Monsanto el control monopólico sobre un proceso científico comúnmente utilizado. Curiosamente, antes de adquirir Agracetus, Monsanto también se había opuesto a esa misma patente. Patentes como esa, de tan amplio espectro, constituyen un impedimento muy grande para los científicos de los países en desarrollo que quieran acceder a nuevas tecnologías de cultivo y crear nuevas variedades vegetales utilizando tecnologías de punta. La Fundación Rockefeller, que apoya la iniciativa del PIPRA, por razones obvias nunca ha entablado juicio ni dedicado esfuerzos para denunciar patentes tan absurdas como esa. Asimismo, tampoco la comunidad científica internacional –a pesar de su palabrería sobre tecnologías para los pobres—jamás ha enjuiciado esas patentes como anticientíficas.


Algunas semanas más tarde, la OEP le otorgó a Monsanto otra patente (EP # 445 929) que le da derechos monopólicos sobre ciertas características tradicionales de la raza de trigo Nap-Hal nativa de la India. Lo único que hizo Monsanto fue cruzar Nap-Hal, un cultivar tradicional de trigo durum, con otra variedad de trigo para obtener una variedad mejorada con “cualidades especiales para el horneado”. La patente incluye la masa y los biscochos elaborados con ese trigo, además de las plantas propiamente dichas. Esa patente de Monsanto sobre el trigo es válida también en la UE y en Japón, Canadá y Australia, donde la empresa estima que su invento tendrá mayor utilidad comercial. El germoplasma de la raza nativa de trigo Nap-Hal utilizado para la nueva variedad fue obtenido de un banco de genes con sede en el Reino Unido, lo que pone en cuestión la relevancia e idoneidad de las leyes sobre acceso [a los recursos genéticos] y distribución de beneficios.


Monsanto simplemente utilizó el conocimiento tradicional existente para crear una variedad mejorada y de ese modo impedir otros usos y aplicaciones de esa raza de trigo nativa de la India. Aun cuando la ley india de Protección de las Obtenciones Vegetales y los Derechos del Agricultor de 2001 reconoce positivamente los derechos de los agricultores y las comunidades en lo que hace a su contribución a conservar, mejorar y hacer disponibles los recursos fitogenéticos necesarios para la creación de nuevas variedades vegetales, esa singular legislación sui generis nada puede hacer frente a una patente obtenida en otro país. Los sistemas nacionales no pueden por sí solos proteger el conocimiento tradicional. ¿Planteará alguna vez el PIPRA estas preocupaciones que a la larga podrían reportarle beneficios a los países en desarrollo?


¿Científicos engañados?

Es evidente que la iniciativa del PIPRA es un nuevo intento de engañar a la comunidad científica de los países en desarrollo para hacerle creer que no todo está perdido. Algunas migajas de la distribución de beneficios de la propiedad intelectual son suficientes para sostener el funcionamiento de los laboratorios científicos en el Sur. Dicha iniciativa además entra en escena justo cuando las instituciones científicas de los países en desarrollo empiezan a cuestionar –especialmente tras el colapso de la conferencia ministerial de la OMC en Cancún– la relevancia del acuerdo sobre los ADPIC, que al final terminará dejándolos más o menos sin empleo.


Anteriormente ya se había lanzado una iniciativa similar –el Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agrícolas de la Biotecnología (ISAAA, por su sigla en inglés)—cuya meta piadosa era “contribuir a la mitigación de la pobreza, incrementando el rendimiento de los cultivos y la generación de ingresos especialmente para los agricultores pobres, y generar un medio ambiente más seguro y un desarrollo agropecuario más sostenible”. Aunque nada de eso ocurrió, el ISAAA terminó siendo un portavoz de la industria biotecnológica. Si hay verdaderas intenciones de mitigar la pobreza, los científicos tendrán que hacer un esfuerzo para prestarle atención a las tecnologías probadas que los agricultores marginales y pequeños han estado utilizando todos estos años. Lo que se necesita es mejorar esas tecnologías y reducir la dependencia de insumos externos.


El PIPRA no es más que una institución caritativa en nombre de los pobres y la seguridad alimentaria. El futuro de la ciencia y la tecnología en el mundo en desarrollo no está asociado a es tipo de iniciativas caritativas. Lo que necesitan los países en desarrollo es un sistema que permita compartir libremente los conocimientos (muchos de los cuales provienen en todo caso del Tercer mundo), en lugar de privatizar y monopolizar aquello que tradicionalmente era reconocido como un bien común.


* Devinder Sharma es un analista de políticas comerciales y alimentarias radicado en Nueva Delhi. Dirija sus preguntas o réplicas a [email protected]