por Walden Bello*
(Conferencia, Universidad de Dalhousie, Universidad St Francis Xavier, y Universidad de York, Canadá, octubre 2005)
Me han pedido que hable sobre la crisis de hegemonía de Estados Unidos. En mi libro, “Dilemmas of Domination”, identifico tres dimensiones de esta crisis.
La primera es la crisis de extralimitación, es decir, la brecha cada vez mayor entre el radio de acción imperial, y el dominio/control imperial. El ejemplo más notable de esto es cómo Estados Unidos está siendo arrastrado a un callejón sin salida en Irak. Esto ha erosionado su posición estratégica a nivel mundial, y hoy la amenaza del uso de la fuerza militar estadounidense para disciplinar a los gobiernos y las fuerzas recalcitrantes en todo el mundo tiene mucho menos credibilidad que hace tres años. El centelleante desafío de Hugo Chávez al poder estadounidense no sería posible si la resistencia iraquí no tuviera en jaque a las fuerzas intervencionistas estadounidenses, en una guerra sin fin.
La segunda es la crisis de sobreproducción, superacumulación o sobrecapacidad. Tiene que ver con la brecha creciente entre la enorme capacidad productiva del sistema capitalista mundial y la demanda global limitada de los productos básicos que produce el sistema. A lo largo del tiempo, el resultado ha sido la drástica reducción de las tasas de crecimiento de las economías centrales, el estancamiento y una crisis de rentabilidad. Los esfuerzos del capital mundial para recuperar la rentabilidad a través de la explotación intensiva de la mano de obra en el Norte o emigrando para aprovechar la existencia de salarios más bajos en otras partes del mundo, no han hecho más que exacerbar esta crisis. Por un lado, las políticas neoliberales en el Norte y los programas de ajuste estructural en el Sur han diezmado la demanda global. Por otro, la exportación de capital ha creado una nueva capacidad industrial enorme en China y otros países donde se ha elegido invertir. La nueva capacidad productiva y el estancamiento,  cuando no reducción de la demanda global es la receta de la exacerbación de la crisis de rentabilidad.

Un indicador de la profundización de la crisis de rentabilidad es que la competencia ha sustituido a la cooperación como el aspecto dominante de la relación entre las elites capitalistas mundiales. Hemos pasado del proyecto de globalización que más o menos unía a la clase capitalista mundial de la era Clinton, a un período de intensa competencia capitalista nacional o regional en la era Bush. La administración Bush adhiere al proyecto del capitalismo globalizador,  en tanto se trate de una globalización gestionada de forma tal que asegure que los intereses empresariales estadounidenses no sean afectados negativamente y por el contrario se transformen en los principales beneficiarios del proceso. La protección a los intereses empresariales estadounidenses y la imposición del libre comercio para el resto del mundo –ésa es la consigna operativa de Washington, visible ahora en la inflexible negativa de Estados Unidos de cumplir con la decisión del TLCAN sobre las importaciones de madera blanda de Canadá. Dada la postura nacionalista y proteccionista de Washington, no es sorprendente que las conversaciones de la OMC previas a la sexta Conferencia Ministerial de Hong Kong estén al borde del fracaso.
La tercera dimensión de la crisis que identifico es la crisis de legitimidad de la hegemonía estadounidense. En mi criterio, ésta crisis es tan grave como las otras dos, ya que como admirador de Gramsci, estoy convencido que la legitimidad, más que la fuerza o el mercado, es el verdadero centro neurálgico de un sistema de relaciones sociales. Una faceta de esta crisis de legitimidad es la crisis del sistema multilateral de gobierno de la economía mundial, en función de que Estados Unidos ya no quiere seguir actuando como primus inter pares o primero entre iguales en la OMC, el Banco Mundial y el FMI, y manifiesta en cambio una voluntad de defender unilateralmente sus intereses a través de estos mecanismos, lo que ha afectado seriamente su credibilidad, legitimidad y funcionamiento como instituciones mundiales.
Otra dimensión de esta crisis de legitimidad es la crisis de la democracia Lockeana, el modelo de régimen democrático promovido por Estados Unidos como sistema de autogobierno en el Norte y el Sur. Me gustaría dedicar el resto de esta exposición a analizar esta dimensión de la crisis de hegemonía.
La democracia Lockeana está en crisis en todo el mundo actualmente. Esto es una ironía, ya que hace apenas una década, la democracia liberal al estilo estadounidense parecía barrer con todo sistema anterior. Qué diferente de la atmósfera del fin de la historia que proponía Fukuyama resulta esta sensación de crisis actual que captura muy bien el pensador Richard Rorty cuando dice: “En el peor escenario posible, los historiadores tendrán que explicar algún día porqué la era de oro de la democracia occidental, como la era de los Antoninos, duró solamente unos doscientos años”. (1)
Debo confesar que sé poco sobre Canadá, pero sí estoy al tanto del debate sobre el régimen de seguridad nacional, como para darme cuenta de que el creciente rigor paranoico con que se aplica la doctrina de seguridad nacional en nombre del combate al terrorismo –incluyendo la complicidad en la entrega de ciudadanos de un país a otro, donde probablemente se los someta a torturas, como en el caso de Arar- representa una amenaza muy grave al término “liberal” en la democracia liberal.
En cambio, sé más sobre su amable vecino, Estados Unidos. Allí, la “democracia” en la democracia liberal hace tiempo que está cuestionada en virtud del falseamiento masivo de las elecciones, producto de la financiación corporativa que ha corrompido tanto al partido Republicano como al Demócrata,  y por el sistemático ataque a los derechos ciudadanos de los pobres, ejemplarizado en las elecciones de Florida en 2000 y en Ohio en 2004.
Allí, el dominio empresarial corporativo ha alcanzado su apogeo, con George W. Bush ejecutando la voluntad de la industria estadounidense en su bombardeo al Protocolo de Kyoto, otorgando a los aliados empresariales de su vice-presidente, como Halliburton, contratos directos sin licitación previa, yendo a la guerra para favorecer a sus amigotes de la industria petrolera, y creando un paraíso de libre mercado para las empresas estadounidenses en Irak.
Allí, el establishment militar ha llegado a tal grado de no rendirle cuentas a sus superiores civiles nominales, que uno no puede más que coincidir con William Pfaff cuando escribe, “Estados Unidos todavía no es la Prusia del siglo XVIII, donde los militares eran dueños del Estado, [pero] la amenaza es mucho más grave de lo que piensa la mayoría de los estadounidenses”. (2)
Allí, lo “liberal” de la democracia liberal ha sido subvertido por una Ley Patriótica que elimina muchas de las pocas barreras que todavía existían entre el ciudadano y el ejercicio de un control y supervisión absoluto a cargo del Gran Hermano. La Ley Patriótica ha sido excelentemente descrita por la Profesora de Harvard Elaine Scarry como “una enorme licencia para registrar y apresar que viola la Cuarta Enmienda”. (3)
Lo que queda claro es que el país que se preciaba de ser la primera democracia moderna ha dejado de ser un modelo para el resto del mundo.
Un punto en el que me gustaría detenerme es el estado de la democracia en el mundo en desarrollo. Hace tan solo una década, se suponía que estábamos en medio de lo que Samuel Huntington denominó la “tercera ola” de la democratización, cuando los países de Latinoamérica, Asia y África se deshacían uno tras otro de gobiernos dictatoriales y adoptaban alguna variante del modelo democrático anglo-estadounidense. Hoy la pregunta recurrente es: ¿estamos sufriendo una reversión de aquella ola?
Permítanme tomar como ejemplo de la suerte cambiante de la democracia, la situación en mi país, las Filipinas.
¿Dónde quedó el poder popular?
El “poder popular” solía ser sinónimo de las Filipinas. En febrero de 1986, los filipinos capturaron la imaginación del mundo cuando tomaron las calles para apoyar un levantamiento militar y derrocaron la dictadura de Ferdinand Marcos. Quince años después, en enero de 2001, retornaron a las calles para provocar la caída del Presidente Joseph Estrada, al cual la amplia mayoría de los filipinos creía culpable de haberse hecho con cientos de millones de pesos provenientes del juego ilegal. Hoy, sin embargo, cuando una nueva presidenta es acusada, esta vez de cometer un fraude electoral, los filipinos están ausentes.
Las conversaciones telefónicas entre la Presidenta Gloria Macapagal Arroyo y un funcionario electoral, que fueran interceptadas durante las elecciones de mayo de 2004, demostraron cómo ésta intentó influir en el resultado de las elecciones. Incapaz de negar que era su voz en las grabaciones interceptadas, Arroyo se disculpó públicamente por haber tenido un “lapsus en su buen juicio”. En lugar de diluir la situación y disipar los ánimos, su confesión provocó un sinnúmero de llamamientos exigiendo su renuncia.
A comienzos de septiembre de 2005, casi tres meses después que surgiera el escándalo, Arroyo bloqueó una propuesta que pretendía impugnarla, aferrándose al poder a pesar que una encuesta reciente la colocaba en el peor lugar del escalafón de desempeño general entre los últimos cinco presidentes del país. Esos números, sin embargo, no se tradujeron en número de manifestantes en las calles. La mayor manifestación de las fuerzas anti-Arroyo logró reunir, como máximo, unas 40.000 personas, a diferencia de los cientos de miles que, durante días, bloquearon en forma ininterrumpida la principal autopista que atraviesa Manila -conocida popularmente como “EDSA”- en 1986 y en 2001.
 
¿Qué pasó?, se preguntan los veteranos activistas de las calles de Manila. ¿Por qué la gente en este caso no salió a protestar ante un fraude electoral tan evidente realizado por una presidenta que ya era ampliamente impopular debido a su ineptitud, falta de liderazgo, y el amplio convencimiento entre la población de la veracidad de las acusaciones de corrupción que ya existía antes de que salieran a la luz las llamadas telefónicas interceptadas?
La verdad es que si bien a la gente no le gusta Arroyo, están profundamente desilusionados del sistema político, que ahora se conoce como el “Estado EDSA”. Si uno habla con ciudadanos de clase media –y de clases más bajas- prácticamente en forma invariable responden igual cuando se les pregunta porqué no salen a manifestar: “En realidad, quien sea que la reemplace probablemente sea tan malo, o peor”. Intrigado al descubrir que solamente un puñado de estudiantes en mi clase de grado de sociología política en la Universidad de Filipinas, tradicionalmente una de las principales cunas de la militancia política, había participado en las manifestaciones, les hice la siguiente pregunta: “¿Vale la pena salvar la democracia?” Dos tercios de la clase contestaron que no.
En lugar de salir a protesta en las calles, un gran número de filipinos se escapa del país hacia Europa, Estados Unidos y el Medio Oriente. Un diez por ciento de la mano de obra filipina trabaja actualmente en el exterior, y uno de cada cuatro filipinos quiere emigrar. Se estima que al menos el 30% de los hogares filipinos subsisten hoy en día en base a las remesas de dinero que envían 8 millones de expatriados.
El cinismo generalizado que despierta la democracia es comprensible, especialmente cuando los filipinos se comparan con los chinos o los vietnamitas. Algunos señalan con amargura que mientras en el Vietnam autoritario se redujo la tasa de extrema pobreza de su población del 51% en 1990 al 10% en 2003, en Filipinas sólo se logró pasar del 20 al 14% en ese mismo período. Denuncian abiertamente que el coeficiente gini -la medida de la desigualdad más confiable- de Filipinas es 0,46, el peor del sudeste asiático.
Estas estadísticas cobran vida cuando uno visita los enormes asentamientos marginales metropolitanos de Manila, donde las condiciones de sordidez urbana no tienen paralelo en la región. Al visitar hace poco Tatalon -una zona de asentamientos marginales en la Ciudad de Quezon que muestra un crecimiento descontrolado- una constante entre las personas que entrevisté fue que encontraban que todas las últimas administraciones fueron iguales en un aspecto: no hicieron absolutamente nada por los pobres, aunque, concedían  algunos “Erap [el ex-presidente Estrada] tenía buen corazón”.
La elite se adueña los procesos democráticos
Creo que una de las causas claves de la crisis de la democracia en el mundo en desarrollo es que las democracias electorales del tipo que promueve Occidente han sido extraordinariamente vulnerables a ser usurpadas por las elites. El sistema de democracia que se reestableció en Filipinas después de la caída de la dictadura de Marcos en 1986, sirve para ilustrar el problema. Este sistema ha promovido la máxima competencia entre las distintas facciones de la elite y al mismo tiempo les ha permitido cerrar filas contra cualquier cambio en la estructura social y económica.
El sistema Filipino es democrático en el estrecho sentido de que es mediante la realización de elecciones que se arbitra la sucesión política. Existe la igualdad formal del principio “un hombre/mujer, un voto”. Sin embargo, esta igualdad formal es inevitablemente subvertida al estar inmersa en un sistema social y económico caracterizado por enormes disparidades de riqueza e ingresos.
Al igual que en el sistema político estadounidense que le sirve de modelo, la genialidad del sistema democrático filipino, desde la perspectiva de la elite, es cómo el sistema electoral se aviene perfectamente a los fines sociales conservadores. (4)  Llevar adelante una campaña electoral para cualquier nivel de gobierno electo es prohibitivamente caro, de tal modo que, en general, solamente los ricos, o aquellos respaldados por los ricos, pueden presentarse. De esta forma, si bien es cierto que las masas eligen sus representantes, sólo lo hacen entre un número limitado de personas de cierta extracción, que pueden pertenecer a distintas facciones -algunos “adentro” y otros “afuera” del poder- pero que no son diferentes en términos de sus programas políticos. Lo que hace que el sistema sea perfecto para la elite es que las elecciones, al permitir que la gente participe periódicamente eligiendo entre distintos miembros de la elite, convierte a los votantes en participantes activos de la legitimación del status quo social y económico. Surge así la gran paradoja filipina: un juego político electoral muy vivaz que oculta detrás una estructura de clase de las más inmóviles en Asia.
Si dejamos de lado las variaciones institucionales y culturales, podría decirse que la dinámica de la política democrática en países como Brasil, Argentina, México, Ecuador y Tailandia es similar a la de las Filipinas. “Democracia de elite” es un término que algunos han utilizado para describir este sistema. Otro es “poliarquía”.
Sin embargo, la usurpación del proceso democrático a manos de la elite es desde mi punto de vista, solamente uno de los factores que intervino para subvertir el desempeño de las nuevas democracias surgidas en la década de 1980. Otro elemento igualmente importante es que sus promesas económicas fueron socavadas por las exigencias de actores externos.
La subversión externa de la democracia
Volvamos a analizar la coyuntura histórica de comienzos de la década de 1980. Las dictaduras militares estaban colapsando no sólo por la resistencia interna, sino también porque actores externos clave como Estados Unidos, la Unión Europea, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) les habían retirado su apoyo. Ahora bien, una de las principales razones para este cambio de posición, fue que las dictaduras habían perdido la credibilidad, legitimidad y apoyo mínimos para imponer los programas de reforma económica, más conocidos como de “ajuste estructural”, que pretendían estas poderosas fuerzas. Estos programas, promovidos como necesarios para lograr la eficiencia económica, tienen por objetivo abrir de forma aún más amplia las economías de estos países al capital internacional y al comercio exterior y permitirles cumplir con sus obligaciones de pago de la enorme deuda externa.
En Brasil y Argentina, por ejemplo, las políticas monetarias y fiscales severas concitaron oposición al comienzo de los ochenta, no sólo de parte de los trabajadores y otros grupos de la sociedad civil, sino también entre grupos empresariales. Los intereses empresariales que en algún momento se habían beneficiado con las políticas de represión a los trabajadores impuestas por las dictaduras militares, comenzaban a tomar distancia de los gobiernos represivos, motivados por el fracaso de las políticas económicas neoliberales en generar el crecimiento económico prometido. Como observaran Stephen Haggard y Robert Kaufmann:
Ante los problemas económicos crecientes, las elites empresariales empezaron a reevaluar los costos y beneficios del estilo tecnocrático de toma de decisiones propio del régimen autoritario. Los grupos empresariales se quejaban periódicamente por la imposibilidad de acceder a los tecnócratas distantes que conducían la política macroeconómica, pero su descontento había sido compensado por los beneficios especiales que habían recibido y por el hecho de que los gobiernos de facto estaban dispuestos a reprimir cualquier avance de los sectores populares. La creciente desafección del sector privado no era el reflejo de un apasionamiento democrático sincero, sino una respuesta pragmática a una situación cambiante. En la medida en que los gobiernos autoritarios se volvieron crecientemente incapaces de cumplir con su parte del trato, el contar con “voz” comenzó a ser cada vez más importante para los grupos empresariales, incluso aunque esto significara reabrir la arena a los sectores populares previamente excluidos. (5)
Los gobiernos democráticos que desplazaron a los regímenes autoritarios pronto se vieron enfrentados a su propio dilema. Por una parte, las políticas de redistribución fueron bloqueadas por las elites que se habían sumado a la coalición anti-dictadura, un acontecimiento que ya hemos analizado. Al mismo tiempo, las políticas fiscales expansionistas fueron desalentadas por el Banco Mundial y el FMI. Muy pronto quedó en evidencia que lo que las agencias multilaterales querían era que usaran su legitimidad democrática para imponer los programas de ajuste estructural. En Argentina, por ejemplo, las instituciones financieras internacionales presionaron al nuevo gobierno de Raúl Alfonsín para que dejara atrás sus políticas neo Keynesianas, implementara reformas tributarias, liberalizara el comercio y privatizara las empresas públicas. Cuando el régimen mostró debilidades, el Banco Mundial “concluyó que el gobierno no había hecho los avances suficientes hacia los objetivos de la reforma, y suspendió las partidas correspondientes al préstamo de ajuste estructural”. (6)
La democracia electoral se transformó en el principal mecanismo para la imposición de los programas de estabilización o ajuste estructural en Jamaica, Haití, las Filipinas, Perú y Pakistán. En Jamaica, el gobierno progresista de Manley sufrió una devastadora pérdida de legitimidad cuando cedió a las presiones e impuso un programa de estabilización propuesto por el FMI con la bendición de Washington. El programa empeoró las condiciones de vida. Condujo a la aplastante derrota de Manley en las elecciones de 1980, a manos de un candidato que cuando asumió siguió con las mismas políticas, cumpliendo fielmente los mandatos del FMI. En Perú, el gobierno de Alberto Fujimori fue electo con una plataforma populista, anti-FMI, pero en los hechos impuso programas de “shock” neoliberales que incluyeron el aumento abrupto de las tarifas de las empresas públicas y una radical liberalización del comercio. (7)  Estas medidas provocaron una profunda recesión, y el consiguiente descontento popular, que a su vez terminó provocando que Fujimori suspendiera la vigencia de la Constitución, disolviera el Parlamento, y pasara a gobernar al estilo dictatorial sin mayor respeto por las restricciones constitucionales.
En Filipinas, las agencias multilaterales y Estados Unidos le retiraron su apoyo a Marcos. Esta actitud se originó no sólo porque su situación política era insostenible en función de la enorme resistencia popular, sino porque la falta de legitimidad de su gobierno hacía que éste no fuera un instrumento idóneo para lograr el repago de la gigantesca deuda externa de US$28 mil millones, ni para aplicar las políticas de estabilización del FMI. El fin del viejo régimen vino acompañado de una crisis económica, pero esto no impidió que el Banco Mundial y el FMI exigieran al novísimo gobierno de la Presidenta Corazón Aquino transformar el repago de la deuda en la principal prioridad de la política económica nacional.. Si bien esto provocó un impacto en la opinión pública y algunos de los asesores de Aquino protestaron, el gobierno cedió y promulgó un decreto donde se consagraba la “apropiación automática” del total del monto necesario para el pago de los servicios de la deuda externa del presupuesto nacional. En consecuencia, entre un 40 y un 50% del presupuesto se destinó al servicio de la deuda, volviendo prácticamente inviable el desarrollo nacional, ya que el remanente del presupuesto debía destinarse a salarios y gastos operativos, dejando escasísimos fondos disponibles para inversión. En unos años, el 10% del PBI del país se estaba destinando al servicio de la deuda externa. Por tanto, no es para nada sorprendente que Filipinas haya registrado un crecimiento promedio por debajo del 1,5% anual entre 1983 y 1993.
Resulta irónico que hoy la ex-Presidenta Aquino participe de las marchas contra la Presidenta Arroyo cuando ella fue la responsable de muchas de las políticas económicas, particularmente del modelo de política de deuda, heredadas por Arroyo.
Tal como pasara en Perú, Argentina y las Filipinas, el retorno de la democracia en Brasil estuvo acompañado por advertencias apenas veladas del FMI y Estados Unidos de que la prioridad primera del nuevo régimen tenía que ser darle cumplimiento a lo que el régimen militar saliente no pudo, es decir, imponer programas de estabilización para subir los intereses, recortar el gasto público, devaluar la moneda y liberalizar el comercio. Desde mediados de los ochenta hasta 2002, varios gobiernos erosionaron la credibilidad  de la democracia, realizando infructuosos intentos de imponerle a una población reacia la estabilización económica pretendida por Washington y el FMI. (8)
 
La víctima más reciente es el gobierno de Luis Ignacio “Lula” da Silva, del Partido de los Trabajadores de Brasil, uno de los partidos más comprometidos en la lucha contra las políticas neoliberales en el continente. Antes incluso de ganar las elecciones presidenciales en la primavera de 2002, Lula tuvo un gesto sin precedentes en América Latina: prometió al FMI que honraría las condiciones de altos intereses y restricción presupuestal impuestas por un préstamo de estabilización negociado con el Presidente saliente, Fernando Henrique Cardozo. Lula actuó bajo presión. El Fondo le dejó claro que no liberaría los US$24 mil millones restantes de ese préstamo a menos que se portara bien.
Lula cumplió con su palabra. Consiguientemente, en 2003 el PBI brasileño se contrajo en un 0,2% durante el primer año de gobierno de Lula; el desempleo se elevó a una tasa record de 13%. Esta amarga medicina que tuvo que “tragarse” el pueblo brasileño, sin embargo, resultó un tónico para los inversionistas. En los primeros ocho meses del año, a pesar que la economía continuaba deprimida, las acciones brasileñas subieron abruptamente más de 58%, llevando a Business Week a aconsejarle a los inversionistas especulativos a: “No abandonar a este partido todavía”. (9) Y en cuanto a Lula, ha debido enfrentar crecientes críticas desde la interna de su propio Partido y la coalición de gobierno, y también de parte de los votantes comunes; solamente el 28% de la población se manifestaba a favor del gobierno (10). En otras palabras, incluso antes de que salieran a la luz las actuales denuncias de corrupción contra los asesores más cercanos a Lula, el gobierno ya estaba atravesando una situación complicada debido a la adopción de políticas contractivas.
 
El reflujo de la tercera ola de democratización se cierne hoy amenazante sobre toda América Latina, donde una encuesta realizada por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en 2004 mostraba que un 54,7% de los latinoamericanos encuestados era partidario de apoyar un régimen autoritario y no uno democrático, si el cambio significaba una solución para sus penurias económicas. (11)
En el sudeste asiático esta contramarcha de la tercera ola ya es una realidad. Cuando el General Pervez Musharraf tomó el poder en Pakistán en octubre de 1999 y envió a su casa al Primer Ministro Nawaz Sharaf, terminó con 11 años de democracia inestable. Tan preocupante para muchos estudiantes ortodoxos de la democracia ha sido la ruptura democrática en Pakistán que el analista Larry Diamond escribió: “Pakistán podría no ser el último país de perfil alto que sufre la ruptura de su democracia. Lo cierto es que estamos en presencia de una tercera ola de reflujo”, cuyo origen puede muy bien establecerse el 12 de octubre de 1999… (12)
Las autopsias post mortem de la democracia parlamentaria paquistaní suelen centrarse en la corrupción, el resquebrajamiento del imperio de la ley, la polarización étnica y religiosa y la crisis económica. Otras explicaciones ponen el énfasis en el ejército, que no rendía cuentas ante nadie gracias tras haber gozado de relaciones especiales con el Pentágono debido a su papel clave en la expulsión de los rusos de Afganistán.
Ciertamente todos estos factores tuvieron que ver. Pero también fue fundamental el rol que jugaron tanto el FMI como el Banco Mundial, presionando a los regímenes democráticos de Benazir Bhutto y de Nawaz Sharif para que impusieran sus programas de estabilización y ajuste estructural, que a su vez contribuyeron decididamente al crecimiento de la pobreza y la desigualdad, así como a la caída de la tasa de crecimiento del país. (13)  Según destaca un eminente economista paquistaní: “la preocupación casi obsesiva por la estabilización macroeconómica en el corto plazo conlleva el peligro … de que algunos de nuestros programas sociales básicos puedan ser afectados, y eso tendría consecuencias intergeneracionales para el desarrollo de Pakistán”. (14)  En la medida en que se asoció la democracia con el aumento de los niveles de pobreza y el estancamiento económico, no es sorprendente que el golpe fuera visto con alivio por muchos paquistaníes, tanto entre las capas medias como en las masas trabajadoras.
El desafío
En un ensayo reciente, el filósofo Richard Rorty bosqueja un sombrío retrato distópico sobre el destino de la democracia occidental: “Al final de este proceso de erosión, la democracia será reemplazada por algo muy diferente. Probablemente, el sustituto no será ni la dictadura militar ni el totalitarismo orwelliano, sino más bien un despotismo relativamente benévolo, impuesto por lo que gradualmente devendrá en una nomenklatura hereditaria”.
“Ese tipo de estructura de poder sobrevivió el fin de la Unión Soviética y hoy se vuelve a consolidar bajo la égida de Putin y sus compañeros alumnos de la KGB. La misma estructura parece tomar forma en China y el sudeste asiático. En los países gobernados de esta forma, la opinión pública no importa demasiado. Todavía es posible realizar elecciones, pero no se permite que los partidos de oposición representen ningún riesgo serio al poder al mando. Las carreras se definen menos por el talento, y más por las conexiones que se tengan con los poderosos. En la medida en que el sistema judicial y la dirección de la policía no cuentan con un poder significativo, a menudo es necesario que los comerciantes paguen para obtener protección sea a la propia policía o a criminales tolerados por la policía si quieren seguir con sus negocios. Es peligroso para los ciudadanos quejarse de la corrupción por abuso de poder de parte de los funcionarios públicos. La cultura de alto nivel está restringida a las áreas que son irrelevantes para la politica…Ya no existen los medios de prensa sin censura. No hay más manifestaciones estudiantiles. No queda mucho de lo que llamamos la sociedad civil. En resumen, un retorno al Viejo Régimen, con el establishment de seguridad nacional de cada país jugando el papel de la corte de Versalles”. (15)
Esta visión tenebrosa puede no ser aplicable todavía a las democracias occidentales, aunque según algunos de mis amigos describe perfectamente a Washington bajo el régimen de Bush. Sí es, no obstante, un punto final creíble si las fuerzas que hoy están devorando las entrañas de la democracia no son derrotadas.
No se trata de una visión desconocida. Al comienzo del siglo XX, Max Weber  se refería a la “jaula de hierro” de la burocratización y Robert Michels habló de la “ley de hierro de la oligarquía”. Hoy trabajan forjando la jaula de hierro una serie de fuerzas: la centralización burocrática que se ha salido de control, el impulso del establishment de la seguridad nacional jugueteando con los miedos al terrorismo, la concentración y el control empresarial corporativo de la producción y los mercados. En el caso del tercer mundo, es necesario agregar a este cocktail, las políticas draconianas de las poderosas instituciones multilaterales y la sistemática subversión de los mecanismos democráticos por parte de las elites nacionales, para lograr una imagen completa de las amenazas que ahogan hoy a la democracia en todo el mundo.
Para responder a estas amenazas es fundamental primero que nada que logremos reconceptualizar, es decir, revisar en profundidad la democracia en distintos niveles. Hemos estado identificando la democracia con las elecciones por demasiado tiempo, de forma tal que una vez que llegamos a las urnas y elegimos a las personas y al partido de nuestro gusto, consideramos que hemos cumplido con nuestras responsabilidades democráticas. Hoy, más que nunca, la advertencia de Rousseau sobre los sistemas representativos que se corrompen y terminan reflejando la voluntad corporativa de los representantes y no la voluntad general de los representados sigue siendo particularmente relevante. Hoy más que nunca tiene sentido la advertencia de Michels sobre el peligro de que las elecciones dejen de ser en lo fundamental un proceso por el cual la gente elija libremente sus representantes para ser un proceso que usan los representantes para mantenerse a sí mismos en sus cargos. Avanzar con osadía para innovar y crear métodos más directos y participativos de gobierno democrático es uno de los desafíos claves a los que nos enfrentamos todos, y en este punto el movimiento anti-globalización con su énfasis en la toma de decisiones mediante métodos de democracia directa puede resultarnos muy útil.
Además, debemos enfrentar el desafío de encontrar la forma de reinstaurar la igualdad como una dimensión clave de la democracia. No se puede seguir pretendiendo que una democracia que funciona puede sostenerse cuando existe una igualdad formal entre los ciudadanos pero hay grandes y reales desigualdades de riqueza entre ellos. Hemos visto a cada paso la sistemática perversión de la democracia a manos del dinero y la riqueza, tanto en Estados Unidos como en el mundo en desarrollo.
La reforma de la financiación de las campañas no es más que un primer paso para revertir esta tendencia. Desde mi punto de vista, el fortalecimiento de la democracia es inseparable de lograr una distribución más equitativa de los bienes y los ingresos –lo que significa revertir el impulso espontáneo del mercado de crear y perpetuar desigualdades. La disociación entre la esfera del mercado y lo social, tomando prestada una imagen del gran erudito húngaro Karl Polanyi, en nombre de la eficiencia y la prosperidad, ha sido la mayor fuente de desigualdad, la gran causante de la subversión de la legitimidad democrática en el último cuarto de siglo. Hemos reaprendido por el camino difícil lo que nos enseñaron los teóricos clásicos de la democracia -no se puede divorciar la igualdad de la democracia. Hemos aprendido por el camino difícil, que contrariamente al dicho clásico de Milton Friedman, la libertad del mercado se traduce en más libertad para las empresas y menos libertad para los ciudadanos. Debemos comprender que el modus vivendi entre la democracia y el capitalismo, la llamada democracia Lockeana ha sido durante mucho tiempo disfuncional, y que para sobrevivir, la democracia contemporánea debe romper esta rígida armadura que hoy la aprisiona.
Por sobre todo, debemos enfrentar el hecho que el capitalismo y la profundización de la democracia ya no son compatibles, y que el problema radica en la naturaleza y el grado de las restricciones que ponemos al mercado mientras reestructuramos el sistema de producción y consumo en función de la satisfacción de las necesidades de la gente y la comunidad y no en función de la rentabilidad. Llamemos a esto economía participativa, democracia social, economía popular o socialismo -lo esencial es que el mercado sea drásticamente reincorporado en la sociedad, sujeto a los valores humanos primordiales de comunidad, justicia, igualdad y solidaridad.
Por ultimo, entonces, está el desafío de mantener a raya o contener a las grandes burocracias que han terminado considerándose a sí mismas por encima de la política democrática. Están las elites corporativas empresariales que dicen que la eficiencia en la producción y distribución sólo se puede lograr a través del control jerárquico –que la democracia tiene que ver estrictamente con la representación política pero que debe excluirse del ámbito de la producción; las elites tecnocráticas que dicen que la administración del Estado moderno y de la economía es demasiado compleja para los ciudadanos comunes y que se la debe dejar en manos de los expertos; las elites de la seguridad nacional que dicen que las exigencias de proporcionar seguridad nacional y llevar adelante las guerras contemporáneas que involucran la toma de decisiones en décimas de segundo, exigen imponerle límites a las libertades clásicas de otras épocas y aislar y proteger al establishment de la seguridad nacional de lo que desdeñosamente consideran ser los “caprichos” de la política democrática civil. Lo que resulta insidioso en la conducta de estas elites es que incluso mientras sostienen en silencio que la centralización tecnocrática es un imperativo de las sociedades modernas y que la práctica democrática debe ajustarse a este dato de la realidad, usan en forma oportunista la consigna de limitar y achicar el Estado para ocultar su agenda tecnocrática. Hablo por supuesto de los sectores más influyentes del Partido Republicano estadounidense, que utilizan muy inteligentemente los conceptos de gobierno chico o reducido pregonados por Christian Right y el Cato Institute  como materia prima modelo para promover su programa de centralización conservadora.
Permítanme terminar diciendo que en tanto la democracia atraviesa una crisis global, no podemos abordar el problema como si se tratase simplemente de reparar procesos que son esencialmente acertados y que simplemente necesitan algunos arreglos. Nos enfrentamos con las interrogantes clásicas de la teoría democrática, las cuestiones fundamentales, ante las cuales estamos en la obligación de generar un marco de ideas y soluciones institucionales adecuadas a los tiempos. Debemos aprehender y enfrentar con coraje las dimensiones reales de las amenazas que acechan a la democracia, porque será nuestra capacidad de confrontarlas la que nos permitirá dar respuesta a la pregunta de si la revolución democrática global se profundizará o se volverá cosa del pasado, dejando que los historiadores futuros, al decir de Rorty, deban responder el enigma de porqué la era dorada de la democracia, como la era de los Antoninos, duró solamente unos doscientos años.
* Walden Bello es director ejecutivo de Focus on the Global South y profesor de sociología en la Universidad de Filipinas, Manila.
Notas
1. Richard Rorty, “Post Democracy,” London Review of Books, Vol. 26, No. 7 (Abril 1, 2004), p. 10.
2. William Pfaff, “The Pentagon, not Congress or the President, Calls the Shots,” International Herald Tribune, 6 de agosto, 2001.
3. Elaine Scarry, “Resolving to Resist,” Boston Review, Vol. 29, No. 1 (Feb-Mar 2004), p. 12.
4.Ver Walden Bello, “Parallel Crises: Dysfunctional Democracy in Washington and Manila,” en Back to the Future, editado por Corazon Villareal (Manila: American Studies Association of the Philippines, 2003), pp. 80-91.
5. Stephen Haggard y Robert Kaufman, The Political Economy of Democratic Transitions (Princeton: Princeton University Press, 1995), pp. 59-60.
6. Ibid., p. 192.
7. Evelyn Huber y John Stephens, “The Bourgeoisie and Democracy: Historical and Contemporary Perspectives from Europe and Latin America”, Documento entregado en el encuentro de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, Hotel Continental Plaza, Guadalajara, México, abril 17-19, 1997, p. 8.
8. Ver, entre otros, Maria Rocha Geisa. “Neo-Dependency in Brazil,” New Left Review, No. 16 (Second Series), julio-agosto 2002, pp. 5-33; también Haggard y Kaufman, pp. 193-196, 209-211.
9. “Don’t Leave this Party yet”, Business Week, 8 de septiembre de 2003, p. 63.
10. “Is Lula’s Honeymoon Winding Down?”, Business Week, 26 de abril de 2004, p. 31. Ver además Roger Burbach, “Brazilian Fiscal Conservatives in Lula’s Government under Attack along with International Monetary Fund”, Center for the Study of the Americas (CENSA), Berkeley, Ca., 22 de marzo de 2004.
11. Geri Smith, “Democracy on the Ropes”, Business Week, 19 de mayo de 2004.
12. Larry Diamond, “Is Pakistan the (Reverse) Wave of the Future?”, en Larry Diamond y Marc Plattner, The Global Divergence of Democracies (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 2001), p. 358.
13. A.R. Kemal, “Structural Adjustment, Macroeconomic Policies, and Poverty Trends in Pakistan”, Exposición presentada en el foro de Asia y el Pacífico sobre la Pobreza: Políticas de Reforma e Intituciones para la Reducción de la Pobreza”, Banco Asiático de Desarrollo, Manila, 5-9 de febrero, 2001.
14. Keane Shore, “The Impact of Structural Adjustment Programs on Pakistan’s Social Development”, Informes del IDRC/CIID, junio 7, 1999.
15. Rorty.

 

Enfoque Sobre Comercio es editado por Nicola Bullard ([email protected]) .

Traducción: Alicia Porrini y Alberto Villarreal ([email protected]) para

REDES-Amigos de la Tierra Uruguay (http://www.redes.org.uy/)

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