por Walden Bello*
El año pasado, cuando dos estudios describieron detalladamente la forma en que la unidad de investigaciones del Banco Mundial manipuló sistemáticamente los datos para demostrar que las reformas de mercado neoliberales fomentaban el crecimiento y reducían la pobreza en los países en desarrollo, los círculos que trabajan en temas de desarrollo no se sorprendieron demasiado. Simplemente consideraron los hallazgos devastadores del estudio de Robin Broad (Profesor de la American University) y del informe de Angus Deaton (Profesor de la Universidad de Princeton) y Ken Rogoff (ex economista en jefe del Fondo Monetario Internacional) como el más reciente episodio del colapso del llamado Consenso de Washington.
A partir del célebre comentario de Margaret Thatcher -“no hay alternativa”-los partidarios de este modelo de desarrollo durante su apogeo en las décadas de 1980 y principios de 1990 sostenían que la alternativa al Consenso de Washington era TINA – las siglas en ingles para “No hay alternativa”. El Consenso de Washington significó una ruptura con las estrategias económicas que implicaban una participación importante del Estado, e impulsó el mercado sin restricciones como el motor del desarrollo.
Impuesto a los países en desarrollo como “programas de ajuste estructural” financiados por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, el Consenso de Washington reinó hasta fines de la década de 1990, cuando las evidencias dejaron al descubierto que realmente no estaba generando crecimiento sostenido, reducción de la pobreza, ni reducción de las desigualdades, que son los índices clave del desarrollo. Hacia la primera mitad de la década presente, el Consenso entró en proceso de descomposición, aunque el neoliberalismo siguió siendo, por simple inercia, el modelo por defecto para muchos economistas y tecnócratas que dejaron de creer en él.
Quienes antes adherían al Consenso han tomado ahora caminos divergentes. Aunque las referencias al Consenso siguen siendo frecuentes, en realidad no existe ningún “Consenso Pos-Washington”.
Consenso de Washington Plus
Concientes de los fracasos del Consenso de Washington, el FMI y el Banco Mundial promueven ahora lo que el Premio Nóbel Joseph Stiglitz ha descrito en forma despectiva como el “Consenso de Washington Plus”, es decir, un enfoque según el cual las reformas de mercado, si bien son cruciales, no son suficientes. Por ejemplo, las reformas financieras deben ser “secuenciadas”, si se quiere evitar una debacle como la crisis financiera asiática, que incluso el Fondo admite ahora que se debió a los flujos masivos de capital que ingresaron a los países asiáticos que se liberalizaron sin haber procesado un fortalecimiento de su “estructura financiera”. Conscientes del descenso de Rusia al infierno del capitalismo mafioso en la década de 1990, las dos instituciones también hablan hoy de la importancia de acompañar la reforma del mercado con reformas institucionales y legales que puedan garantizar la propiedad privada y los contratos. Otros elementos de acompañamiento de las reformas de mercado son, por ejemplo, la “buena gobernanza” y las políticas de “desarrollo del capital humano” como la educación de las mujeres.
Esta mezcla de reformas de mercado y reformas institucionales se reunió y concretó en los primeros años de la década presente en los llamados Documentos de Estrategia de Lucha contra la Pobreza (DELP). En contraposición a los programas de ajuste estructural, que un analista describiera como “neoliberalismo a puño limpio”, los DELP no solamente resultaron más liberales en sus contenidos sino como proceso: supuestamente deberían ser formulados en consulta con las “partes interesadas”, inclusive las organizaciones de la sociedad civil.
A pesar de contar con una “cobertura” de reformas institucionales, el pastel que es la receta de los DELP ha sido elaborado con los mismos ingredientes macroeconómicos fundamentales -liberalización del comercio, desregulación, privatización y comercialización de la tierra y los recursos-que constituyeron la base de los programas de ajuste estructural. Y la consulta a la comunidad se ha limitado a las organizaciones no gubernamentales liberales sólidamente financiadas, y no ha incluido a los movimientos sociales de base amplia. Los DELP no son otra cosa que una segunda generación de programas de ajuste estructural que pretenden suavizar los impactos negativos de las reformas. Tal y como admitiera el Director General del FMI Rodrigo Rato, el objetivo de las reformas institucionales es “asegurar que los frutos del crecimiento se distribuyan ampliamente y proteger a los más pobres de los costos del ajuste”, a fin de impedir que la población se vea “tentada a abandonar las políticas económicas ortodoxas y las reformas estructurales”.
Neoliberalismo neoconservador
Un segundo sucesor del Consenso de Washington es lo que podríamos denominar el “neoliberalismo neoconservador”. Este enfoque es en esencia la política de desarrollo que aplica la administración Bush. La inspiración de esta estrategia se encuentra en el famoso informe de 2000 de una comisión del Congreso estadounidense sobre las instituciones multilaterales presidida por el académico conservador Alan Meltzer, que propuso una reducción sustancial del Banco Mundial. Apoya -al menos en su discurso- el alivio de la deuda de los países más pobres y busca pasar de los préstamos a las donaciones. Sin embargo, el alivio de la deuda y la asistencia mediante donaciones queda condicionada al grado de aplicación que hayan demostrado los gobiernos beneficiarios en liberalizar sus mercados y privatizar sus industrias, la tierra y los recursos naturales. Por cierto, el motivo principal para preferir las donaciones es que, en contraposición a los préstamos que se canalizaban a través del Banco Mundial, las donaciones, en palabras del Subsecretario de Estado John Taylor “pueden condicionarse más efectivamente al desempeño, de una manera que es sencillamente imposible hacerlo con los préstamos a largo plazo”. Más aún, las donaciones permiten reformas y políticas de asistencia pro mercado que se pueden coordinar, en general, de manera más directa, con los objetivos de seguridad de Washington y la agenda de prioridades de las empresas estadounidenses. Si se lo compara con el Consenso de Washington, el neoliberalismo neoconservador es menos doctrinario, pero en un sentido no liberal, en la medida que está dispuesto a que el mercado juegue un papel secundario al del poder liso y llano.
Neoestructuralismo
Una tercera línea heredera del Consenso de Washington es el neoestructuralismo, que avanza, en contraste, en una dirección más liberal. Es el enfoque que se asocia a la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) que produjo la teoría estructuralista del subdesarrollo en la década de 1950 bajo el liderazgo del venerable economista argentino Raúl Prebisch. Según el neoestructuralismo, las políticas neoliberales simplemente han sido demasiado costosas y contraproducentes. De hecho, no plantea una disyuntiva entre crecimiento y equidad, como proclaman los neoliberales, sino una “sinergia”. La reducción de las desigualdades promovería en realidad el crecimiento económico en lugar de obstaculizarlo, ya que eso aumentaría la estabilidad política y macroeconómica, estimulando la capacidad de ahorro de los pobres, aumentando los niveles educativos, y aumentando la demanda total. Los neoestructuralistas proponen, por tanto, políticas de redistribución progresiva de los ingresos, de manera tal que se aumente el capital humano o la productividad de los pobres, con medidas como un mayor gasto público en programas de salud, educación, y vivienda. Éstos son los programas que se asocian a lo que el polemista mexicano Jorge Castañeda ha llamado la “izquierda buena” de América Latina, refiriéndose a los gobiernos de Lula en Brasil y la Concertación en Chile.
Al centrarse en la gestión de la redistribución de ingresos para proteger y mejorar la capacidad de los pobres, el neoestructuralismo no interfiere con las fuerzas del mercado en la fase de la producción, a diferencia de la “izquierda mala” (entiéndase Hugo Chávez y sus amigos) que intervienen en la producción, los mercados y las políticas salariales. Los neoestructuralistas además acogen y adhieren a la globalización y sostienen que transformar al país para que sea más competitivo a nivel mundial es uno de los objetivos clave de sus reformas. Como las reformas neoestructuralistas consiguen supuesta y simultáneamente reducir las disparidades de ingresos, mejorar la capacidad de los pobres y hacer que la mano de obra sea más competitiva a nivel mundial, se dice que apuntan a que la globalización sea, si no directamente aplaudida, al menos más “digerible” y aceptada. Los neoestructuralistas proclaman con orgullo que su enfoque representa el “camino virtuoso” a la globalización, por contraste al “camino vicioso” de los neoliberales.
El problema es que las reformas neoestructuralistas han llevado a lo que uno de sus críticos más serios, el economista chileno Fernando Leiva, denomina la “paradoja heterodoxa”, es decir, en su búsqueda de una competitividad general o sistemática, las políticas neoestructuralistas han conducido en los hechos a la “consolidación y reglamentación político-económica de las ideas y políticas neoliberales”. En definitiva, al igual que el Consenso de Washington Plus, el neoestructuralismo es un enfoque que no reniega ni revierte las bases mismas de las políticas neoliberales generadoras de pobreza y desigualdad, sino que solamente trata de mitigarlas. El programa del gobierno de Lula para combatir la pobreza puede haber reducido el número y los niveles de indigencia, pero la institucionalización de las políticas neoliberales sigue reproduciendo altos grados de pobreza, desigualdad y estancamiento económico en un país que es la mayor economía de América Latina.
Socialdemocracia mundial
El apego más que residual del neoestructuralismo al neoliberalismo, es menos evidente en el caso de lo que podríamos llamar la socialdemocracia mundial. Este enfoque está identificado con el pensamiento de personalidades tales como el economista Jeffrey Sachs, el sociólogo David Held, el Premio Nóbel Joseph Stiglitz y la ONG británica Oxfam. A diferencia de las tres variantes que analizamos anteriormente, este enfoque reconoce que puede existir un conflicto entre crecimiento y equidad, y prioriza ostensiblemente la equidad por sobre el crecimiento. También cuestiona de raíz la tesis central del neoliberalismo: que la liberalización es beneficiosa a la larga, a pesar de todos sus problemas. Stiglitz, por ejemplo, en efecto dice que la liberalización del comercio en realidad puede llevar a la larga a una situación en la que “la mayoría de los ciudadanos estén peor”.
De otro lado, la socialdemocracia mundial reclama cambios fundamentales en las instituciones y reglas de gobernanza global como el FMI, la OMC y su acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio (ADPIC). David Held, por ejemplo, convoca a “por lo menos reformar los ADPIC, de no ser posible abolirlos”. Stiglitz por su parte, afirma que “los países ricos sencillamente deben abrir sus mercados a los más pobres, sin esperar reciprocidad y sin imponer condicionamientos económicos o políticos.” También dice que, “los países con ingresos medios deben abrir sus mercados a los países menos adelantados, y que se les debe permitir ampliar las preferencias entre sí, sin [obligación de] extenderlas además a los países ricos, sin tener que temer entonces que las importaciones [de los países desarrollados] puedan matar sus industrias incipientes”.
Los socialdemócratas mundiales incluso ven al movimiento anti-globalización como un aliado. Sachs, por ejemplo, le agradece al movimiento por “haber puesto al descubierto la hipocresía y las muy notorias deficiencias de la gobernanza mundial, y por ponerle fin a tantos años de autoalabanzas y autogratulación de los ricos y poderosos”. Pero es en la globalización donde los socialdemócratas mundiales trazan su línea demarcatoria, ya que -al igual que el neoliberalismo clásico, la escuela del Consenso de Washington Plus y el neoestructuralismo-la socialdemocracia mundial considera que la globalización es necesaria y esencialmente buena, y que si se la administra bien, genera beneficios para la mayoría.
Lo cierto es que los partidarios de la socialdemocracia mundial se perciben a sí mismos como la fuerza que habrá de “rescatar” a la globalización de las garras neoliberales. Este es un punto particularmente importante porque -en contraposición a la hipótesis que hasta hace muy pocos años se profesaba como verdad revelada , esto es, que la globalización era irreversible-a los partidarios de la socialdemocracia mundial les preocupa el hecho que la globalización contemporánea efectivamente corre el riesgo de ser revertida, y ante esa posibilidad, ya empiezan a alarmar acerca de las graves consecuencias que eso traería, trayendo a tal fin a colación la turbulenta reversión de la primera ola de globalización que tuvo lugar después de 1914.
Para Sachs, Held y Stiglitz los beneficios de la globalización superan los costos, y lo que el mundo necesita es una “globalización ilustrada” o socialdemócrata que prosiga con la integración mundial de los mercados, pero que lo haga mediante un proceso administrado con justicia y acompañado de una “integración social mundial”. El objetivo, en palabras de Held, es “establecer las bases para una economía mundial libre, imparcial y justa”, en la que “la eficiencia y eficacia de los procesos económicos mundiales se valoren…de manera proporcional a la autodeterminación, la democracia, los derechos humanos y la sustentabilidad ambiental”.
¿Es posible humanizar la globalización?
Esta adhesión de la socialdemocracia mundial a la globalización presenta varios problemas.
En primer lugar, es cuestionable que la integración acelerada de los mercados y la producción que es la esencia de la globalización sea efectivamente posible fuera del marco neoliberal cuyo precepto central es la caída de las barreras arancelarias y la eliminación de las restricciones a las inversiones. La agenda de la socialdemocracia mundial es desacelerar y mitigar ese proceso que es inherentemente desestabilizador, no revertirlo. Que los socialdemócratas mundiales han llegado a reconocer y aceptar el hecho que la tendencia fundamental de las fuerzas del mercado mundial es engendrar pobreza y desigualdad es incluso algo que hasta el propio Sachs admite, cuando se refiere a la globalización socialdemócrata como “la conducción del poder singular del comercio y las inversiones, reconociendo a la vez y encarando sus limitaciones mediante acciones colectivas compensatorias.”
En segundo lugar, incluso aunque fuera dable concebir una globalización que transcurra en un marco social de equidad, es igualmente cuestionable que eso sea deseable. ¿Quiere realmente la gente ser parte de una economía mundial integrada funcionalmente dónde las barreras entre lo nacional y lo internacional desaparezcan? ¿No preferirían acaso ser parte de economías que sean susceptibles al control local y que puedan protegerse contra los caprichos de la economía internacional? En realidad, la reacción contra la globalización no sólo deriva de las desigualdades y la pobreza que ha engendrado, sino también de la sensación de la gente que siente que ha perdido hasta el más mínimo rastro de control sobre la economía a manos de fuerzas internacionales impersonales. Uno de los temas que más resonancia encuentra en el movimiento anti-globalización es la demanda de ponerle punto final al crecimiento orientado a las exportaciones y la creación de estrategias de desarrollo que apunten hacia el interior de las sociedades y que estén regidas por una lógica de subsidiaridad en la cual la producción de bienes tenga lugar a nivel local y nacional toda vez que esto sea posible, permitiendo así la regulación democrática del proceso.
El problema mayor
El problema fundamental de los cuatro sucesores del Consenso de Washington es que no llegan a cimentar sus análisis en la dinámica del capitalismo como modelo de producción. Por eso no comprenden que la globalización neoliberal no es una nueva etapa del capitalismo, sino un esfuerzo desesperado e infructuoso por superar las crisis de sobreacumulación, sobreproducción y estancamiento en que están sumidas las economías capitalistas centrales desde mediados de la década de 1970. Al romper la relación de compromiso socialdemócrata establecida entre el capital y el trabajo después de la Segunda Guerra Mundial, y al eliminar las barreras al comercio y la inversión, las políticas económicas neoliberales buscaron revertir la rentabilidad y el crecimiento contraídos desde hacia tiempo. Este “escape en pos de lo global” ha tenido lugar contra el trasfondo de un proceso más amplio de conflictos, marcado por una renovada competencia ínter imperialista entre las potencias del capitalismo central, el ascenso de nuevos centros capitalistas, la desestabilización ambiental, una hiper explotación del Sur – lo que David Harvey denomina la “acumulación por privación” – y resistencia creciente por doquier.
La globalización ha fracasado en garantizarle al capital una vía de escape para su crisis acumulativa. Ante ese fracaso, hoy vemos como las elites capitalistas desechan la globalización y recurren a estrategias nacionalistas de protección y competencia por los mercados y los recursos mundiales globales, utilizando a tal efecto el apoyo y la fuerza del Estado, con la clase capitalista estadounidenses a la cabeza del proceso. Éste es el contexto que Jeffrey Sachs y otros socialdemócratas no consiguen ver cuando proponen su utopía: la creación de un “capitalismo mundial ilustrado” que a la vez promueva y “humanice” la globalización.
El capitalismo tardío tiene una lógica destructiva irreversible. En vez de emprender la tarea imposible de humanizar un proyecto globalizador fracasado, la tarea urgente que debemos acometer es administrar la retirada de la globalización, para que no provoque una proliferación de conflictos desenfrenados y acontecimientos desestabilizadores como los que marcaron el fin de la primera ola de globalización en 1914.
* Walden Bello es profesor de sociología en la Universidad de Filipinas y director del instituto de investigación Focus on the Global South con sede en Bangkok.