por Walden Bello*

La escalada exponencial del precio del petróleo, la caída del dólar en picada y el derrumbe de los mercados financieros son los ingredientes claves de un cóctel que puede terminar siendo bastante más que una recesión ordinaria. La caída del dólar y el aumento de los precios del crudo vienen sacudiendo la economía mundial ya desde hace un tiempo, pero ha sido la dramática implosión de los mercados financieros la que ha generado el pánico en la élite de las altas finanzas.

¿Apocalipsis capitalista?

Y efectivamente hay pánico. Habiendo incluso calificado las reducciones de 1,25 puntos en la tasa de interés básica de la Reserva Federal resueltas por su presidente Ben Bernake el pasado enero como una señal de pánico, The Economist admitió que “no hay duda de que este momento es aterrador”. Las pérdidas ocasionadas por los malos títulos ligados a la morosidad de los préstamos hipotecarios de alto riesgo (en inglés “subprime”, conocidos también como hipotecas basura), se estiman hoy en el rango de los US$400 mil millones, pero, tal como advierte el Financial Times, “la gran pregunta es, qué más hay por ahí”, en un momento en que el sistema financiero mundial “está amenazado de una debacle catastrófica”. Una respuesta a qué más hay “por ahí” parecería surgir de las pérdidas multimillonarias asociadas a estos títulos de baja calidad, que admitieron recién estas últimas semanas una serie de bancos suizos, japoneses y coreanos. La globalización de las finanzas fue, desde el comienzo, la avanzada del proceso de globalización, y no ha sido más que una ilusión pensar que la crisis hipotecaria podría confinarse a las instituciones financieras estadounidenses, como pensaban algunos analistas.

Algunos actores claves de los que mueven y sacuden los mercados parecen más resignados que atemorizados ante la perspectiva de algún tipo de Apocalipsis. En la fiesta de fin de semana anual de la elite mundial en Davos el pasado mes de enero, George Soros fue claramente necrológico, declarando a quien quisiera oírlo que el mundo estaba siendo testigo del “fin de una era”. El anfitrión del Foro Económico Mundial, Klaus Schwab habló de que el capitalismo está llegando a sus postrimerías, al decir “Debemos pagar por los pecados del pasado”. “No es que el péndulo esté retornando ahora al socialismo marxista”, declaró a la prensa, “pero la gente se pregunta ‘¿cuáles son los límites del sistema capitalista?’ Creen que el mercado no siempre es el mejor mecanismo para solucionar los problemas”.

 

Reputaciones en ruinas y políticas fracasadas

En tanto hay algunos que al parecer han perdido totalmente el ánimo, hay otros que ven como la debacle financiera reduce su estatura.

En su calidad de presidente del Consejo de Asesores Económicos del Presidente Bush en 2005, Ben Bernanke atribuyó el alza en los precios de las viviendas en Estados Unidos a “fundamentos económicos sólidos” y no a la actividad financiera, así que porqué asombrarse -dicen sus críticos-de que como Presidente de la Reserva Federal, no haya podido anticipar la caída del mercado inmobiliario a partir de la crisis originada en las hipotecas de alto riesgo. Su antecesor, Alan Greenspan, sin embargo, sufrió un golpe aún más duro, pasando, para algunos, de la condición de icono al rango de villano de la obra. Unos lo culpan de haber creado la burbuja al reducir drásticamente la tasa básica de interés para sacar a Estados Unidos de la recesión en 2003, y haberla mantenido en niveles bajos durante más de un año. Otros dicen que ignoró las advertencias sobre la existencia de especuladores hipotecarios inescrupulosos y agresivos que estaban induciendo a prestatarios de hipotecas basura a participar en negocios inmobiliarios que nunca podrían afrontar.

El análisis del historial de Greenspan, y el fracaso que hasta ahora han demostrado las reducciones de la tasa aplicadas por Bernanke en lograr la reactivación del crédito bancario, generaron serias dudas sobre la eficacia de aplicar políticas monetarias para evitar una recesión que en este momento parece a todas luces inevitable. Según algunas opiniones de peso, tampoco la política fiscal, o poner el dinero en manos de los consumidores, dará resultado. El paquete de US$156 mil millones destinados a estimular la economía, recientemente aprobado por la Casa Blanca y el Congreso, está compuesto fundamentalmente por devoluciones de impuestos, que en su mayoría, según el columnista del New York Times Paul Krugman, irán a parar en manos de quienes en realidad no lo necesitan. Por lo tanto, la tendencia será ahorrarlos y no gastarlos en un período de incertidumbre, lo que en definitiva hará fracasar el objetivo de la medida, que es la reactivación de la economía. El fantasma que asalta a la economía estadounidense es la experiencia japonesa, con un crecimiento virtualmente nulo y deflación en los noventa y primera parte de esta década, a pesar de los paquetes de estímulo que se sucedieron uno tras otro luego de la implosión de la gran burbuja hipotecaria en Tokio a fines de la década de 1980.

 

La burbuja inevitable

Aún cuando el clima de acusaciones todavía persiste, muchos analistas nos recuerdan que, en cualquier caso, la crisis hipotecaria era completamente previsible. La única duda era cuándo se produciría. Como señalara el economista progresista Dean Baker del Center for Economic Policy Research en un análisis realizado hace ya varios años, “al igual que la burbuja accionaria, la burbuja hipotecaria también explotará. Eventualmente tendrá que explotar. Cuando eso suceda la economía entrará en una recesión severa, y decenas de millones de propietarios inmobiliarios, que nunca imaginaron que los precios de las casas pudieran caer, se verán severamente afectados”.

 

La crisis hipotecaria generada por las hipotecas de alto riesgo no se originó en la existencia de una oferta superior a la demanda real. La “demanda” fue en gran medida fabricada por la manía especulativa de los inversionistas inmobiliarios y el sistema financiero, que querían obtener grandes ganancias a partir de su acceso a las enormes cantidades de divisas que inundaron Estados Unidos durante la última década. Hipotecas de gran costo se vendieron en forma agresiva a millones de personas que normalmente no hubieran podido asumir estas deudas, ofreciéndolas a tasas de interés ridículas que se reajustarían más adelante para aumentar los pagos de los nuevos propietarios. Estos bienes luego fueron titulizados (o securitizados) con otros activos en complejos productos derivativos conocidos como obligaciones de deuda colateralizadas (“collateralized debt obligations” también conocidas por su sigla en inglés “CDOs”) por los originadores de las hipotecas, que trabajaron en conjunto con distintas capas de intermediarios que subestimaron el riesgo, para poder desprenderse de ellas tan rápido como les fuera posible, pasándolas a otros bancos e inversionistas institucionales. Al dispararse las tasas de interés se desató una cadena de incumplimientos, y muchos bancos e inversionistas de renombre -incluyendo Merril Lynch, Citigroup y Wells Fargo-se encontraron con miles de millones de dólares en malos títulos a los que sus sistemas de evaluación de riesgo les habían dado luz verde.

 

El fracaso de la auto-regulación

La burbuja hipotecaria es la última de unas 100 crisis financieras que rápidamente se han sucedido una tras otra desde que comenzaron a levantarse los controles al capital de la época de la Depresión, al iniciarse la era neoliberal a comienzos de la década de 1980. Los llamados actuales a ponerle coto a la especulación del capital, que plantean algunos, tienen un aire de deja vu para muchos observadores. En particular después de la crisis asiática de 1997, hubo un fuerte clamor para imponer controles al capital y establecer una “nueva arquitectura financiera mundial”. Los más radicales pidieron impuestos a las transacciones monetarias, como la famosa tasa Tobin que enlentecería los movimientos del capital, o la creación de algún tipo de autoridad financiera mundial que, entre otras cosas, regulara las relaciones entre los acreedores del Norte y los países en desarrollo endeudados.

 

El capital financiero mundial, sin embargo, se resistió a retornar a cualquier tipo de regulación estatal. Las propuestas de la tasa Tobin quedaron en la nada. Incluso un mecanismo de “reestructuración de la deuda soberana” relativamente débil, semejante al Capítulo Once de Estados Unidos, que buscaba darle espacio de maniobra a los países en desarrollo sometidos a problemas de repago de la deuda, fue liquidado por los bancos a pesar de haber sido propuesto por la subdirectora ejecutiva del FMI, la conservadora estadounidense Ann Krueger. En su lugar, el capital financiero promovió lo que se conoció como el proceso de Basilea II, descrito por el economista político Robert Wade como una serie de pasos hacia una estandarización económica a nivel mundial para “maximizar la libertad de maniobra [de las compañías financieras globalizadas] geográfica y sectorial y establecer al mismo tiempo restricciones colectivas a sus estrategias competitivas”. El énfasis estuvo en la autovigilancia y la autorregulación del sector privado, apuntando a lograr una mayor transparencia en las operaciones financieras y nuevas normas para el capital. A pesar del hecho que la crisis financiera asiática fue originada por el capital financiero del Norte, el proceso de Basilea se concentró en lograr la transparencia y la estandarización de las instituciones y los procesos financieros de los países en desarrollo, siguiendo precisamente los lineamientos de lo que Wade llama el modelo financiero “anglo-americano”.

 

Aunque hubo voces que pidieron que se regulara la proliferación de una cantidad de nuevos y sofisticados instrumentos financieros, como los derivativos que colocaron en los mercados las instituciones financieras de los países desarrollados, éstas no fueron escuchadas. La evaluación y la regulación de los derivativos sería prerrogativa de los agentes del mercado con acceso a los sofisticados modelos cuantitativos de “evaluación de riesgo” que se estaban desarrollando.

El proceso de Basilea II, que puso el acento en el disciplinamiento de los países en desarrollo, tuvo tan poco éxito en la autorregulación de las finanzas mundiales del Norte, que hasta el operador de Wall Street Robert Rubin, ex Secretario de Estado durante la Presidencia de Clinton, advirtió en 2003 que “es casi seguramente inevitable que sobrevengan nuevas crisis financieras, y podrían ser incluso más severas”.

En cuanto a la evaluación del riesgo de los derivativos tales como las “obligaciones de deuda colateralizadas” o CDO y los “vehículos de inversión estructurados” o SIV por sus siglas en inglés -la avanzada de lo que el Financial Times describió como la “vasta y creciente complejidad de las hiper-finanzas” – el proceso fracasó casi completamente, ya que la mayoría de los sofisticados modelos de riesgo cuantitativo creados quedaron por el camino debido a que la estimación monetaria del riesgo que efectuaron los vendedores de títulos se rigió por una regla simple: “subestimar el riesgo real y pasárselo al siguiente tonto en la fila”. Llegó el momento en que era difícil distinguir cuándo había fraude, cuándo un juicio equivocado, cuándo simple estupidez, y cuándo la situación estaba totalmente fuera de control. Tal como se señala en un informe de las conclusiones de una reciente reunión el Foro de Estabilidad Financiera del Grupo de los Siete:

“Hay muchos culpables del caos financiero: el mercado de hipotecas de alto riesgo estadounidense se caracterizó por normas deficientes con respecto a las garantías de emisión y “algunas prácticas fraudulentas”. Los inversionistas no actuaron con suficiente diligencia debida cuando compraron títulos respaldados por hipotecas. Los bancos y otras compañías administraron mal sus riesgos financieros y no comunicaron al público los riesgos que acechaban a o resultaban de sus balances. Las compañías de calificación de crédito hicieron un mal trabajo de evaluación del riesgo de los títulos complejos. Y las instituciones financieras premiaron a sus empleados de maneras tales que los estimularon a que se incurriera en riesgos excesivos y se prestara una consideración insuficiente a los riesgos a largo plazo”.

El fantasma de la sobreproducción

No es nada sorprendente que el informe del G7 se parezca mucho a los informes post-mortem de la crisis financiera asiática y la burbuja punto.com. Un ejecutivo de una corporación financiera que escribe en el Financial Times, quizá sin quererlo, representó fielmente el problema fundamental que se esconde detrás de estas manías especulativas, cuando sostuvo que “ha habido una creciente desconexión entre la economía real y la economía financiera en los últimos años. La economía real creció… pero no en la misma medida que la economía financiera, que creció a una velocidad muchísimo mayor… hasta que implotó”. Lo que no dice el columnista es que la desconexión entre lo real y lo financiero no es algo accidental, sino que por el contrario, la expansión de la economía financiera tuvo por fin compensar el estancamiento de la economía real.

Esta brecha creciente entre lo financiero y lo real no puede comprenderse plenamente si no se hace referencia a la crisis de sobreacumulación que afectó a las economías centrales a fines de la década de los setenta y en la década de los ochenta, un fenómeno que se conoce también como sobreproducción o sobrecapacidad.

 

El período dorado del crecimiento de posguerra a escala mundial, que logró eludir crisis de envergadura durante casi 25 años, se basó en la generación de una enorme demanda efectiva, lograda gracias al aumento de los salarios de los trabajadores en el Norte, la reconstrucción de Europa y Japón, y la industrialización por la vía de la sustitución de importaciones en América Latina y otras partes del Sur. Esto se consiguió fundamentalmente a través de la intervención del Estado en la economía. Este período dinámico llegó a su fin a mediados de los setenta, cuando la recesión empezó a afianzarse debido a que la capacidad de producción mundial comenzó a superar a la demanda mundial, constreñida por la profundización permanente de las desigualdades en la distribución de los ingresos. Según los cálculos de Angus Maddison, el gran experto en tendencias estadísticas, la tasa anual de crecimiento del producto bruto interno (PBI) mundial cayó de 4,9% en el período que hoy se considera la era dorada del sistema de Bretton Woods, pos-Segunda Guerra Mundial, entre los años 1950 y 1973, a 3% en el período 1973-89; lo que representa una caída del 39%. Estas estadísticas reflejan la estremecedora combinación del estancamiento y la inflación en el Norte, la crisis de la industrialización por sustitución de importaciones en el Sur, y la erosión de los márgenes de ganancia en todo el mundo.

En las décadas de 1980 y 1990, el capital mundial abrió tres rutas para escapar del fantasma del estancamiento. Una fue la reestructuración neoliberal, que implicó la redistribución del ingreso hacia los sectores más altos -a través de la reducción de los impuestos a los ricos-, la desregulación y el ataque sistemático a los trabajadores organizados. El neoliberalismo adoptó la forma del Thatcherismo y el Reaganismo en el Norte desarrollado, y de los ajustes estructurales impuestos por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) en el Sur global.

 

Otra fue la globalización comandada por las transnacionales o “acumulación ampliada”, que abrió los mercados del mundo en desarrollo y movilizó capitales desde las zonas con salarios altos a aquellas con bajos. Como señalara hace mucho tiempo Rosa Luxemburgo en su obra clásica “La acumulación del capital”, el capital necesita integrar constantemente a las sociedades pre-capitalistas al sistema capitalista para compensar la caída en la tasa de ganancias. En las últimas dos décadas el caso más espectacular de incorporación de una sociedad pre-capitalista al sistema capitalista mundial fue el de China, que se transformó a la vez en el segundo mayor exportador mundial y en el principal destino de la inversión extranjera. Esto, sin embargo, resultó una espada de doble filo para el capitalismo, como veremos más adelante.

Una tercera fue el proceso que más nos ocupa en este análisis: “la acumulación intensiva” o “financierización” es decir, la canalización de las inversiones hacia la especulación financiera, con retornos muy superiores a los de la industria, donde las ganancias estaban en gran medida estancadas. El capital financiero forzó la eliminación de los controles sobre el capital, y el resultado fue la rápida globalización del capital especulativo, que aprovechó las ventajas diferenciales en las tasas de interés y de cambio de divisas en los diferentes mercados de capital. Estos movimientos volátiles, resultado de la liberación del capital de las trabas del sistema financiero de Bretton Woods de pos-guerra, fueron una de las fuentes inestabilidad. Otra fue la proliferación de instrumentos novedosos y sofisticados de especulación financiera, como los derivativos, que escapaban a la vigilancia y la regulación. En última instancia, la inestabilidad tuvo su origen en el esfuerzo supremo de las finanzas especulativas por exprimir más valor del valor ya creado en vez de crear valor nuevo, ya que esta última opción estaba excluida por el problema de la superproducción en la economía real.

La desconexión entre la economía real y la economía financiera virtual resultó evidente en la burbuja de las punto.com en la década de 1990. Con las ganancias de la economía real estancadas, el dinero de los inversionistas avivados voló en bandada al sector financiero. El funcionamiento y resultados de esta economía virtual se vieron ejemplificados en el alza rápida de las acciones de las compañías de Internet en la bolsa, que como en el caso de Amazon.com, todavía no arrojaban ganancias. El fenómeno de las punto.com probablemente prolongó el boom de la década de 1990 dos años más. “Nunca antes en la historia estadounidense”, escribió Robert Brenner “había jugado el mercado de valores un rol tan directo y decisivo en la financiación de empresas no financieras, impulsando así el crecimiento de los gastos de capital y de esta manera a la economía real. Nunca antes, había habido una expansión económica estadounidense tan dependiente del ascenso del mercado de valores”. Pero la divergencia entre los indicadores financieros momentáneos, como los precios de los títulos, y los valores reales, solamente podía sostenerse hasta determinado momento, antes de que la realidad contraatacara y obligara a una “corrección”. Y la corrección llegó salvajemente con el colapso de las empresas punto.com en 2002, arrasando una ganancia de los inversionistas de US$ 7 billones.

Se evitó una larga recesión, pero esto sólo fue posible alentando la formación de una nueva burbuja, la burbuja hipotecaria, y para eso, como ya lo mencionáramos, Greenspan jugó un papel clave, al reducir la tasa básica al nivel más bajo en 45 años, 1 por ciento, en junio de 2003, manteniéndola en ese nivel durante un año, para luego subirla sólo gradualmente, con aumentos de un cuarto punto porcentual. En palabras de Dean Baker “un aumento sin precedentes del mercado de valores impulsó a la economía estadounidense a fines de los años noventa, y ahora un aumento sin precedentes en los precios de las viviendas está impulsando la recuperación actual”.

El resultado fue que los precios de los inmuebles subieron en un 50% en términos reales, con algunos precios que, según Baker, subieron hasta cerca del 80% en las zonas clave de la burbuja en la Costa Oeste, la Costa Este al Norte de Washington DC, y la Florida. ¿Qué tamaño alcanzó esta enorme burbuja? Baker estimó que la escalada exorbitante de los precios inmobiliarios “creó una riqueza inmobiliaria superior a los US$5 billones de diferencia con un escenario en el cual los precios hubieran mantenido su tendencia normal al alza. El efecto riqueza de los precios inmobiliarios se estima convencionalmente en cinco centavos por dólar, lo que significa que el consumo anual es aproximadamente de US$250 mil millones (un 2% del producto bruto interno [PBI]) por encima de lo que hubiera sido sin la burbuja inmobiliaria”.

El factor China

La burbuja inmobiliaria alimentó el crecimiento de Estados Unidos, que resultó excepcional, dado el estancamiento que afectó a la mayor parte de la economía mundial en los últimos cinco años. Durante este período, la economía mundial estuvo marcada por una infrainversión y persistentes tendencias al estancamiento en la mayoría de las regiones económicas, con la excepción de Estados Unidos, China, India y algunos pocos lugares más. El resto, en general, estuvo caracterizado por un bajo crecimiento; particularmente notable es el caso de Japón, que estuvo paralizado hasta hace muy poco tiempo, con un crecimiento del PBI del 1%, y el de Europa, que en los últimos años tuvo un crecimiento anual del 1,45%.

Con la mayor parte del resto del mundo estancado, Estados Unidos absorbió cerca del 70% de los flujos de capital mundiales. Una gran parte de éstos provenientes de China. Efectivamente, el período actual de burbuja está marcado por el papel de China como fuente no sólo de bienes para el mercado estadounidense sino también de capital para la especulación. La relación entre las economías estadounidense y china es lo que he caracterizado en algún otro artículo como una “economía de bandos encadenados”. Por una parte, el crecimiento económico de China ha dependido crecientemente de la capacidad de los consumidores estadounidenses para seguir el juego del gasto financiado con deuda para absorber una gran parte de la producción china. Por otra, esta relación depende de una realidad financiera mayúscula: la dependencia del consumo estadounidense de los préstamos de China al Tesoro estadounidense y al sector privado, con dólares provenientes de las reservas acumuladas por ese país, gracias a su gigantesco superávit comercial con Estados Unidos -un billón de dólares hasta ahora, según algunas estimaciones. Ciertamente, una gran parte de las fabulosas sumas que China y otros países asiáticos le prestan a las instituciones estadounidenses estuvo destinada a financiar el gasto de la clase media en propiedades inmobiliarias y otros bienes y servicios, prolongando de esta forma el frágil crecimiento económico de EEUU, pero sólo al costo de aumentar el endeudamiento de los consumidores a niveles peligrosamente altos, nunca vistos.

 

El acoplamiento de China y Estados Unidos ha tenido enormes consecuencias para la economía mundial. Una de ellas tiene que ver con la migración de los inversionistas de Estados Unidos y otros países a China, lo cual agregó una inmensa capacidad productiva nueva. Esto ha agravado el problema persistente de sobrecapacidad y sobreproducción. Un indicador del estancamiento persistente de la economía real es la tasa de crecimiento mundial total anual, que promediaba el 1,4% en la década de 1980 y el 1,1% en la del 90, en comparación con el 3,5% en la década de 1960 y el 2,4% en la de 1970. La migración de los capitales hacia China para aprovechar los salarios bajos es una forma de aumentar las tasas de ganancia en el corto plazo, pero, en la medida en que aumenta la sobrecapacidad en un mundo en el que un aumento del poder de compra global está limitado por las crecientes desigualdades, erosiona las ganancias en el largo plazo. En efecto, la tasa de ganancias de las 500 empresas transnacionales estadounidenses más grandes cayó drásticamente de +4,9% en el período 1954-59 a +2,04% en 1960-69, a -5,30% en 1980-89, -2,64% en 1990-92, y -1,92% en 2000-2002. Detrás de estas cifras, según Phillip O’Hara, ronda el fantasma de la sobreproducción: “La sobreoferta de mercancías y una demanda insuficiente, son las principales anomalías del mundo empresarial que inhiben el desempeño de la economía mundial”.

 

La sucesión de manías especulativas en Estados Unidos ha servido para absorber la inversión que no encontró retornos rentables en la economía real, y de esta forma, no sólo levantar artificialmente la economía estadounidense sino además “sostener la economía mundial”, al decir de un documento del FMI. Por esto mismo, con la explosión de la burbuja inmobiliaria y la paralización del crédito prácticamente en todo el sector financiero, la amenaza de una grave depresión de alcance mundial es muy real.

 

¿Desacoplamiento o encadenamiento?

En este sentido, las disquisiciones sobre un proceso de “desacoplamiento” de las economías regionales, especialmente en la región económica asiática, respecto de Estados Unidos, han carecido totalmente de fundamento. Es cierto que la mayor parte de las demás economías en el Este y Sudeste asiático han sido impulsadas por la locomotora china. En el caso de Japón por ejemplo, el estancamiento de casi una década se revirtió en 2003 con la primera recuperación sostenida del país, gracias a las exportaciones para saciar la sed de China por bienes con alto contenido tecnológico y de capital; las exportaciones aumentaron el 44%, equivalente a US$60 mil millones. Por cierto, China se ha transformado en el principal destino de las exportaciones asiáticas, dando cuenta del 31%, en tanto que la participación de Japón cayó del 20 al 10%. Como señala un informe, “En los perfiles país por país, China es hoy el motor principal del crecimiento de las exportaciones de Taiwán y Filipinas, y el mayor comprador de productos provenientes de Japón, Corea del Sur, Malasia y Australia”.

Sin embargo, tal como lo destaca la investigación realizada por Jayati Ghosh y CP Chandrasekar, China efectivamente importa bienes intermedios y partes de estos países, pero solamente para ensamblarlos y exportarlos como productos terminados a Estados Unidos y Europa, y no para venderlos en el mercado interno chino. Por este motivo, “si se reduce la demanda de exportaciones chinas en Estados Unidos y la UE, como probablemente suceda con la recesión estadounidense, esto no sólo afectará a la industria china, sino también la demanda china de importaciones provenientes de los países asiáticos en desarrollo”. Quizá la imagen más acertada sea la del bando encadenado que une no sólo a China y Estados Unidos sino a otras economías satélites, cuyos destinos están todos atados al pesado globo -que ahora se está desinflando-del gasto de la clase media estadounidense financiado con deuda.

¿Nuevas burbujas al rescate?

No deberíamos sin embargo sobrestimar la flexibilidad y resistencia del capitalismo. Muchos se preguntan hoy: después de la caída del boom de las punto.com y del boom inmobiliario, ¿existe acaso una tercera línea de defensa contra el estancamiento originado en la sobrecapacidad? Una teoría es que el gasto militar bien podría ser una forma en la que el gobierno lograra sacar a Estados Unidos de las garras de la recensión. Y por cierto, la economía militar sí jugó su papel para sacar a Estados Unidos de la recesión de 2002, cuando los gastos de defensa en 2003 dieron cuenta del 14% del crecimiento del PBI, aunque sólo representaba un 4% del PBI. Según las estimaciones citadas por Chalmers Johnson, los gastos relacionados con la defensa excederán, por primera vez en la historia, el billón de dólares en 2008.

El estímulo podría provenir también del conglomerado del “capitalismo de desastre” asociado a la defensa -fenómeno muy bien estudiado por Naomi Klein-que desarrolló “toda una nueva economía de seguridad interna, guerra privatizada y reconstrucción de desastres, a la que se le encomienda nada menos que la construcción y gestión de un Estado de seguridad privatizado, tanto para el ámbito nacional como en el resto del mundo”. Klein sostiene que, en los hechos, “los estímulos económicos de esta iniciativa abarcadora demostraron ser suficientes para retomar la posta de la acumulación allí donde la globalización y la burbuja de las empresas ‘punto.com’ la dejaron. Del mismo modo en que Internet dio origen a la burbuja de las empresas ‘punto.com’, el 11 de septiembre dio origen a la burbuja del capitalismo de desastre”. Esta burbuja, subsidiaria de la burbuja inmobiliaria, parece haber resistido relativamente indemne hasta el momento, la debacle de la segunda.

No es fácil seguir el rastro del dinero que circula en el complejo del capitalismo de desastre, pero un indicador es que InVision, una filial de General Electric, que produce dispositivos de detección de bombas de alta tecnología que se usan en aeropuertos y otros espacios públicos, recibió nada menos que 15 mil millones de dólares en contratos de Seguridad Interna entre 2001 y 2006.

Si el “Keynesianismo militar” y el complejo del capitalismo de desastre pueden o no jugar el rol que protagonizaron las burbujas financieras es una pregunta que todavía no tiene respuesta. Ya que para alimentarlas, al menos durante las administraciones Republicanas, se redujo el gasto social, y en consecuencia, los resultados positivos que implica el aumento de puestos de trabajo fueron rápidamente superados por la reducción de la demanda efectiva. Un estudio de Dean Baker citado por Johnson encontró que después de generar un estímulo inicial de la demanda, el aumento del gasto militar tiene por efecto un resultado negativo a partir del sexto año, más o menos. Después de 10 años de aumento en el gasto de defensa, habría 464.000 puestos de trabajo menos, que en un escenario con un gasto de defensa más bajo.

Pero el factor limitante quizás más importante del Keynesianismo militar y del capitalismo de desastre es que las intervenciones militares que implica probablemente desemboquen en atolladeros similares a los de Irak y Afganistán, y en la posibilidad de reacciones contrarias tanto en el exterior como en lo interno. Esto eventualmente terminaría poniendo en duda la legitimidad de estos emprendimientos, reduciendo su acceso a los fondos del erario público, y erosionando su viabilidad como fuentes de expansión económica en una economía en contracción.

Ciertamente, el capitalismo mundial puede ser flexible y resistente, pero al parecer sus opciones son cada vez más limitadas. Las fuerzas determinantes del estancamiento a largo plazo de la economía capitalista mundial son hoy demasiado pesadas para intentar eliminarlas con el equivalente en materia económica a una resucitación boca a boca.

* Walden Bello es analista principal de Focus on the Global South y presidente de la Alianza Filipina contra la Deuda (Philippines Freedom from Debt Coalition)