por
Walden Bello*

Hoy
existe consenso en la comunidad científica en torno a que un aumento
de la temperatura media mundial en el siglo XXI mayor a 2,4 grados
Celsius, provocará cambios de gran envergadura en el clima del
planeta que serán irreversibles y catastróficos. Más aún, la
ventana de oportunidad para actuar y modificar esta situación es
estrecha, apenas los próximos 10 a 15 años.

Sin
embargo, en todo el Norte, hay fuertes resistencias a modificar los
sistemas de consumo y producción que han originado el problema en
primer lugar y se prefieren en cambio las "soluciones técnicas",
como por ejemplo, el carbón mineral "limpio", los sumideros y
almacenamiento de carbono, los biocombustibles a escala industrial y
la energía nuclear.

Las
empresas transnacionales y otros actores privados se oponen a nivel
mundial a las medidas impuestas por los gobiernos, como los topes
obligatorios, y prefieren recurrir a los mecanismos de mercado, como
la compra-venta de "créditos de carbono", que al decir de los
críticos de esa medida, equivale simplemente a darle una licencia a
los contaminadores del sector empresarial para que sigan
contaminando.

En
el Sur, las elites no están muy dispuestas a abandonar el modelo de
gran crecimiento y gran consumo heredado del Norte, y están
convencidas en función de sus propios intereses, de que primero debe
ajustarse el Norte, quien debe hacerse cargo del peso mayor del
ajuste, antes que el Sur dé ningún paso importante tendiente a
limitar sus emisiones de gases de efecto invernadero.

Los
contornos del desafío

En
las discusiones sobre cambio climático, todas las partes reconocen
el principio de la "responsabilidad común pero diferenciada",
que implica que el Norte global debe ser el que cargue el mayor peso
del ajuste que se necesita para enfrentar la crisis climática, ya
que es su trayectoria económica la responsable de que esta crisis
exista. También se reconoce que la respuesta global no debería
comprometer el derecho al desarrollo del Sur global.

Pero
el problema surge cuando analizamos el desafío con mayor detalle. Al
decir de Martín Khor de la Red del Tercer Mundo, la reducción
global del 80% de las emisiones de gases de efecto invernadero para
el 2050 con referencia a las de 1990, que muchos reconocen hoy como
necesaria, tendrá que traducirse en reducciones del 150 al 200% en
el Norte global, si se quiere aplicar los dos principios -la
"responsabilidad común pero diferenciada" y el reconocimiento
del derecho al desarrollo de los países del Sur. ¿Pero están acaso
dispuestos los gobiernos y los pueblos del Norte a asumir ese
compromiso?

Psicológica
y políticamente, es dudoso que el Norte esté en condiciones para
hacerse cargo del problema. El supuesto predominante es que las
sociedades ricas pueden asumir compromisos de reducción de sus
emisiones y seguir no obstante creciendo y gozando de los altos
niveles de vida que disfrutan, si pasan a usar fuentes de energía a
partir de combustibles no fósiles. Más aún, la aplicación de las
reducciones obligatorias acordadas por los gobiernos, dentro de los
países, debe hacerse de conformidad con las reglas del mercado, es
decir, basarse en el comercio de permisos de emisión. Lo que entre
líneas significa: las soluciones tecnológicas y el mercado de
carbono harán que la transición resulte relativamente indolora, y
–¿por qué no?–, además, rentable.

Sin
embargo, existe creciente conciencia de que muchas de estas
tecnologías están todavía a décadas de ofrecer un uso viable y
que, en el corto y mediano plazo, confiar en el pasaje a la
dependencia de combustibles alternativos no fósiles no permitirá
sostener las actuales tasas de crecimiento económico. También
resulta cada vez más evidente que la contra cara de destinar más
tierras de cultivo a la producción de biocombustibles es que habría
menos tierras para cultivar alimentos y un consiguiente aumento de la
inseguridad alimentaria a nivel mundial.

Es
cada vez más evidente que el paradigma dominante del crecimiento
económico es uno de los obstáculos más importantes en el camino de
cualquier iniciativa mundial seria para afrontar el cambio climático.
Pero este paradigma del crecimiento del consumo, desestabilizador y
fundamentalista, es en sí mismo más efecto que causa.

Resulta
cada vez más claro que el problema central radica en un modo de
producción cuya principal dinámica es la transformación de la
naturaleza viva en bienes de consumo muertos, mientras genera una
enorme cantidad de desechos en el proceso. El motor del proceso es el
consumo -o mejor dicho el sobreconsumo- y la motivación, el lucro
o la acumulación de capital: en breve, el Capitalismo.

Ha
sido la generalización de este modelo de producción en el Norte y
su expansión desde el Norte hacia el Sur durante los últimos 300
años, la que a causado la quema acelerada de los combustibles
fósiles como el carbón mineral y el petróleo, y la rápida
deforestación -dos de los procesos clave de origen antropogénico
que han dado origen al calentamiento global.

El
dilema del Sur

Una
forma de ver el calentamiento global es entenderlo como una
manifestación clave de la última etapa de un proceso histórico
distorsionante: la privatización de los bienes comunes planetarios
en manos del capital. La crisis climática debe ser vista como la
expropiación del espacio ecológico de las sociedades menos
desarrolladas o marginadas, a manos de las sociedades capitalistas
avanzadas.

Esto
nos lleva al dilema del Sur: antes que la desestabilización
ecológica que produce el capitalismo se manifestará en toda su
extensión, se esperaba que el Sur simplemente siguiera las "etapas
de crecimiento" del Norte. Ahora es imposible que esto suceda sin
desencadenar un Armagedón ecológico. Hoy mismo, China está en
camino de desplazar a Estados Unidos de su puesto como el mayor
emisor de gases de efecto invernadero, y la elite de China, así como
la de la India y la de otros países en rápido proceso de
desarrollo, intenta reproducir el capitalismo de tipo estadounidense
impulsado por el sobreconsumo.

Para
el Sur, por los tanto, una respuesta global efectiva al calentamiento
global no sólo implica que algunos países se incluyan en un régimen
de reducciones obligatorias de las emisiones de gases de efecto
invernadero -aunque eso es crucial: en la ronda actual de
negociaciones sobre el clima, por ejemplo, China, no puede seguir
estando afuera de un régimen obligatorio argumentando que es un país
en desarrollo.

Asimismo,
el desafío para la mayoría del resto de los países en desarrollo
no puede limitarse a que el Norte les transfiera tecnología para
mitigar el calentamiento global y les proporcione los fondos de ayuda
para adaptarse, como parecieron pensar muchos de ellos durante las
negociaciones en Bali.

Estos
pasos son importantes, pero deberían ser vistos nada más que como
el inicio de una reorientación más amplia y global del paradigma
para lograr el bienestar económico. Si bien el ajuste debe ser
mucho, mucho mayor, y más rápido, en el Norte, el ajuste del Sur
debe implicar esencialmente lo mismo: una ruptura con el modelo de
alto crecimiento y alto consumo, y en pos de otro modelo para
alcanzar el bienestar común.

En
contraposición a la estrategia de las elites del Norte de tratar de
desasociar el uso de energía y el crecimiento, una estrategia
climática amplia y progresista tanto en el Norte como en el Sur debe
apuntar a reducir el crecimiento y el uso de energía, y a la vez
elevar la calidad de vida de las grandes mayorías. Eso implicará,
entre otras cosas, colocar a la justicia económica y la igualdad en
el centro del nuevo paradigma.

La
transición tiene que apuntar a dejar atrás no sólo una economía
basada en los combustibles fósiles, sino también una economía
impulsada por el sobreconsumo. La meta final debe ser la adopción de
un modelo de desarrollo de bajo consumo, de bajo crecimiento y con
altos niveles de equidad que tenga por resultado una mejora del
bienestar de la gente, mejor calidad de vida para todos y mayor
control democrático sobre la producción.

Es
improbable que las elites del Norte y el Sur acepten una respuesta de
tal envergadura. Probablemente lo más lejos que puedan llegar a
proponer son soluciones tecnológicas y un sistema de mercado con
topes y comercio. El crecimiento seguirá siendo sacrosanto, al igual
que el sistema del capitalismo mundial globalizado.

Sin
embargo, confrontada con el Apocalipsis, la humanidad no puede
autodestruirse. El camino puede ser difícil, pero podemos estar
seguros de que las grandes mayorías no cometerán un suicidio social
y ecológico para permitirles a las minorías preservar sus
privilegios. Independientemente de cómo se consiga, el resultado
final de la respuesta de la humanidad a la emergencia del clima y a
la crisis ambiental más general será una reorganización profunda
de la producción, el consumo y la distribución.

Una
amenaza y una oportunidad

En
este sentido, el cambio climático es a la vez una amenaza y una
oportunidad para las reformas sociales y económicas largamente
pospuestas, que fueran saboteadas y descarriladas en épocas pasadas
por las elites deseosas de preservar o aumentar sus privilegios. Hoy
la diferencia es que la propia existencia de la humanidad y el
planeta dependen de la institucionalización de sistemas económicos
que se basen no en la extracción de la renta feudal, ni en la
acumulación del capital, ni en la explotación de clase, sino en la
justicia y la igualdad.

En
la situación actual, a menudo nos interrogamos si la humanidad será
capaz de ponerse de acuerdo para formular una respuesta efectiva
frente al cambio climático. A pesar que no hay ninguna certidumbre
en un mundo lleno de contingencias, yo tengo esperanza de que si lo
hará. En el sistema social y económico que se construirá
colectivamente, anticipo que habrá lugar para el mercado. Pero, la
pregunta más interesante es ¿habrá lugar para el capitalismo?
¿Podrá el capitalismo como sistema de producción, consumo y
distribución sobrevivir al desafío de dar una repuesta efectiva a
la crisis climática?

*
Walden Bello es analista de Focus in the Global South.