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Walden Bello

El otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a Muhammad Yunus,considerado el padre del microcrédito, sobreviene en un momento en que el microcrédito se ha convertido en una especie de religión para muchas personas con poder, fortuna o fama. Hillary Clinton habla regularmente sobre su viaje a Bangladesh, patria de Yunus, donde se sintió “inspirada por el poder de estos préstamos que ayudan incluso a las mujeres más pobres a iniciar negocios, permitiendo que sus familias -y sus comunidades- salgan de la pobreza”.

Al igual que la liberal Clinton, el neoconservador Paúl Wolfowitz, ahora presidente del Banco Mundial, también se ha sumado a la religión, luego de un reciente viaje al estado de Andhra Pradesh, de la India. Con el fervor del convertido, él habla del “poder transformador” del microfinanciamiento: “Pensé que quizá éste era un solo proyecto exitoso en una aldea, pero entonces fui a la aldea siguiente y encontré la misma historia. Esa noche, encontré más de cien mujeres líderes de grupos de autoayuda, y me di cuenta que este programa estaba abriendo oportunidades para las mujeres pobres y sus familias en todo un estado de 75 millones de personas”.

No cabe duda que Yunus, economista de Bangladesh, concibió una idea ganadora que ha transformado las vidas de muchos millones de mujeres pobres, y quizás solo por eso, él merece el premio Nobel. Pero Yunus -por lo menos el joven Yunus, que al inició no contaba con la ayuda de instituciones globales- no veía su Banco Grameen como panacea. Son otros, como el Banco Mundial y las Naciones Unidas, quienes lo han elevado a ese estatus (y, algunos dicen que a Yunus también le han convencido que es una panacea), de modo que el microcrédito se presenta ahora como una vía del desarrollo relativamente indoloro. Mediante su dinámica que establece la responsabilidad colectiva del reembolso de un grupo de mujeres prestatarias, es cierto que el microcrédito ha permitido de hecho a muchas mujeres pobres revertir la pobreza aguda. Toda vez, son principalmente las moderadamente pobres, más que las muy pobres, quienes se benefician de ello, y son pocas quienes pueden afirmar que han salido permanentemente de la inestabilidad de la pobreza. Asimismo, no muchas pretenderían que el grado de autosuficiencia y la capacidad de enviar sus niños a la escuela, que resulta del microcrédito, sean indicadores de haber escaldo a niveles de prosperidad de la clase media. Como lo anota la periodista económica, Gina Neff, “después de 8 años de pedir préstamos, el 55% de los hogares de Grameen todavía no puede resolver sus necesidades alimenticias básicas; de modo que muchas mujeres utilizan sus préstamos para comprar alimentos, en lugar de invertirlos en un negocio”. En efecto, Thomas Dichter, quien ha estudiado el fenómeno a fondo, afirma que la idea de que el microfinanciamiento permite que sus beneficiarios pasen de la pobreza a ser microempresarios está inflada. Al esbozar la dinámica del microcrédito, Dichter sostiene: “Sucede que los clientes con la mayor experiencia comenzaron utilizando sus propios recursos, y aunque no han progresado mucho -y no pueden, porque el mercado es sencillamente demasiado limitado- tienen un volumen de ventas suficiente como para seguir comprando y vendiendo, y probablemente lo harían con o sin el microcrédito. Para ellos, los préstamos se desvían a menudo al consumo, al contar de pronto con un monto relativamente grande, un lujo que no les permite su volumen diario de ventas”. Concluye: “definitivamente, el microcrédito no ha hecho lo que la mayoría de entusiastas del microcrédito pretenden que puede hacer: funcionar como capital dirigido al aumento de la renta de una actividad empresarial”.

De allí, la gran paradoja del microcrédito, como lo expresa Dichter, que: “es poco lo que la gente más pobre puede hacer productivamente con el crédito; y quienes pueden hacer más, en realidad no necesitan tanto el microcrédito, sino cantidades más grandes, con condiciones de crédito distintas (a menudo a más largo plazo)”.

En otras palabras, el microcrédito es una gran herramienta como estrategia de supervivencia, pero no es la clave del desarrollo, que exige no solamente inversiones masivas, intensivas en capital, y dirigidas por el Estado, para construir industrias, sino también atacar frontalmente las estructuras de la desigualdad, tales como la propiedad concentrada de la tierra, que sistemáticamente privan de recursos a los pobres para escapar de la pobreza. Los programas de microcrédito terminan coexistiendo con estas estructuras enraizadas, sirviendo como red de seguridad para la gente excluida y marginada por ellas, sin transformarlas. No, Paul Wolfowitz; el microcrédito no es la clave para poner fin a la pobreza que existe entre las 75 millones de personas en Andhra Pradesh. Siga soñando.

cuarto de siglo, y han convertido al estancamiento económico en una Quizás una de las razones de tal entusiasmo por el microcrédito en los círculos del establishment, hoy en día, es que se trata de un mecanismo basado en el mercado, que ha gozado de un cierto éxito, justamente cuando otros programas basados en el mercado se han estrellado. Los programas de ajuste estructural que han promovido la liberalización del comercio, la desregulación y la privatización, han traído mayor pobreza y desigualdad a la mayor parte del mundo en desarrollo, durante el último condición permanente. Muchas de las instituciones que promovieron y siguen promoviendo estos fallidos macro programas (a veces bajo nuevas etiquetas como los “Papers´ de Estrategia de Reducción de la Pobreza”), como el Banco Mundial, son a menudo las mismas que promueven los programas de microcrédito. En términos generales, el microcrédito se puede considerar como la red de seguridad para millones de personas que se encuentran desestabilizadas por las macro fallas a gran escala engendradas por el ajuste estructural.

Sí se han producido avances en la reducción de la pobreza en algunos lugares, como China, donde, contrariamente al mito, son las políticas macro dirigidas por el Estado, y no el microcrédito, el factor central para sacar de la pobreza a unos 120 millones de chinos.

Entonces, probablemente la mejor manera de honrar a Muhammad Yunus es decir, sí, él merece el premio Nobel por haber ayudado a tantas mujeres a hacer frente a la pobreza. Sus acólitos hacen un descrédito a este gran honor, e incurren en la demagogia, cuando reivindican que él ha inventado una nueva forma compasiva de capitalismo -el capitalismo social o el “empresariado social”- que sería la bala mágica para terminar con la pobreza y para promover el desarrollo. (Traducción: ALAI).

– Walden Bello es profesor de sociología y administración pública en la
Universidad de las Filipinas, y director ejecutivo de Focus on the Global
South. Focus On Trade, # 124, octubre 2006. [Published on Sunday,
October 15, 2006, by The Nation].

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