[English]

por Nicola Bullard*

(Este artículo fue publicado en Critical Currents , No 1, mayo 2007, Dag Hammarskoljd Foundation

 

Considerando la centralidad del petróleo no solamente en la geopolítica actual sino también en la política del calentamiento global, resulta interesante recordar que el G7 es un subproducto de la crisis del petróleo de 1973. Casi 35 años después, el actual G8 – Rusia fue admitida formalmente en 1998-nuevamente enfrenta una crisis de las políticas energéticas a nivel mundial provocada por la presión pública creciente para que se tomen medidas para reducir las emisiones de gas carbono, el fin próximo de la era del petróleo, y algo que no es menor, por la propia incapacidad del G8 de pensar durante las últimas tres décadas más allá de sus propios intereses. Pero en 2007, la situación es muy diferente de la del mundo “no globalizado” de 1973 (aunque con algunas similitudes sorprendentes) y el G8 no es el único actor en escena.

Económicamente los países del G8 son todavía muy importantes aunque representan menos del 14% de la población mundial, dan cuenta de casi dos tercios de la producción económica del mundo medida en producto bruto interno. En realidad, Rusia es el único país del G8 que no figura en la lista del Banco Mundial de las diez primeras economías del mundo en 2006, donde ocupa el décimo-cuarto lugar. Significativamente, la República Popular China y Brasil están entre los primeros 10 (en cuarto y décimo puestos respectivamente), e incluso India supera a Rusia ocupando el décimo-segundo lugar.

 

El G8 en crisis

Políticamente sin embargo, muchos de los miembros del G8 están pasando por algún tipo de crisis, transición o parálisis. En Estados Unidos, Bush enfrenta los últimos 18 meses de su presidencia habiendo perdido el control del Senado y de la Cámara de Representantes. Aunque la provocación de la administración Bush a Irán es un ejercicio de bravuconería pensado para distraer la atención de la debacle en Irak, es una estrategia de alto riesgo, si se tiene en cuenta la extrema volatilidad de Oriente Medio (una de las similitudes con la situación de 1973) y la enorme oposición entre la población estadounidense a la continuidad de la presencia militar de Estados Unidos en Irak (otra similitud con 1973 cuando la guerra de Vietnam se volvía un problema insostenible para Estados Unidos, tanto en el aspecto político como en el militar). Como señalara un comentarista, esta administración “perdió para siempre la capacidad de fijar los términos del debate político” -y los colegas de Bush en el G8 lo saben.

 

El primer ministro británico Tony Blair también está al final de su gobierno, aunque su situación es distinta. Habiéndose asegurado un lugar nada glorioso en la historia por promover y participar en la invasión a Irak, Blair intenta ahora rehacer su legado, llevando a cabo la desvinculación del Reino Unido de la ocupación de Irak y dedicándose al tema del cambio climático con un celo casi religioso, parecido al que puso en su misión moral en Irak. Esta cumbre del G8 -casi seguramente su última-le ofrece a Blair una última oportunidad para ser el estadista visionario que él cree ser.

 

En Alemania, Angela Merkel viene luchando con una muy difícil “gran alianza” de demócrata-cristianos y socialdemócratas, tan cargada con compromisos que es virtualmente imposible de mover, ni que hablar de que tome el liderazgo en algún tema. Y en Francia e Italia, las elecciones presidenciales y las coaliciones volátiles han afectado la capacidad de sus gobiernos, mientras todos esperan a ver hacia dónde sopla el viento del electorado. No obstante, el problema más general para los miembros europeos del G8 es el palpable sentimiento anti-estadounidense y la incesante oposición pública a la invasión de Irak -reafirmada con cada nuevo informe proveniente de Bagdad- que obliga a los gobiernos a moverse con sumo cuidado en sus relaciones con Washington, ya que ser pro-Bush definitivamente no conquista votos en estos días.

 

El presidente ruso Vladimir Putin -desde la seguridad que le brinda saber que controla tanto petróleo y gas como cualquiera pueda necesitar- está tomándose revancha de las humillaciones que recibiera Rusia en la década de 1990, renegociando agresivamente sus vínculos con Occidente, fundamentalmente con Estados Unidos, al mismo tiempo que refuerza sus conexiones e influencias en el Oriente y maneja a todos los demás en su país con rienda corta. Recientemente Putin está dándole mala reputación incluso al propio G8. Japón y Canadá -los restantes dos miembros del G8- no tienen relevancia en esta discusión.

 

El resultado de todo esto es una crisis del G8 y de su capacidad de generar un mensaje convincente de liderazgo, control, unidad y visión. Estados Unidos -el líder natural del G8- ha perdido legitimidad (entre otras cosas porque también actúa como “G1” incluso en el G8) y no hay otro país con credenciales ni (probablemente) interés para “subirse al trono”. Sin embargo, en la medida en que el poder del G8 disminuye, emergen otras alianzas y agrupamientos de carácter regional o fundados en intereses compartidos. Algunos de estos agrupamientos pueden implicar un riesgo para la hegemonía del G8 como el principal “G”, mientras que otros, como la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), experimentan con nuevos esquemas de gobernanza que pueden ofrecer alternativas a la política de elites tradicional.

 

Nuevos polos de poder

El sistema mundial de la actualidad se caracteriza por la fragmentación y la existencia de polaridades que compiten. Esto resulta evidente en el debilitamiento e incluso la parálisis de las instituciones y foros internacionales como Naciones Unidas, el FMI y la OMC, y en el ascenso de algunas potencias económicas, políticas y culturales contestatarias como China, el Islam y los movimientos indígenas de América Latina, para tomar tres ejemplos bien distintos.

 

El actor “nuevo” más importante en la escena internacional es China. El creciente poderío económico de este país ha sido un tema de interés (y preocupación) para todo el mundo durante más de una década, aunque hasta hace muy poco la participación de China en el sistema mundial se daba principalmente en el plano económico. En los últimos años, en cambio, China ha asumido un perfil más visible en el campo internacional, fundamentalmente en las relaciones diplomáticas con África y América Latina y en su presencia en los organismos internacionales. Por ejemplo, tiene ahora un papel mucho más “activo” en el Consejo de Seguridad y recientemente un chino fue electo para dirigir la Organización Mundial de la Salud. Incluso fuera del ámbito multilateral, China tiene el liderazgo en temas de alta sensibilidad política como el de Corea del Norte. Oblicuamente, el país está planteándole un desafío a Estados Unidos al actuar con destreza en las relaciones internacionales, dejando de esta forma en evidencia la torpeza estadounidense en esta área.

 

A pesar de su importancia, China no es miembro del G8. En realidad, el primer contacto de “alto nivel” entre China y el G8 tuvo lugar recién en 2003, y no hay señales de que se lo piense invitar como miembro pleno a la brevedad. Esto es considerado un “desprecio” que ha azuzado el orgullo nacional chino, o al menos el de uno de los editorialistas del Peoples Daily, que en la etapa preparatoria de la cumbre del G8 en Gleneagles comentó que “aunque China no es miembro del G8 … está cambiando el orden económico mundial; sin la participación de China, las discusiones sobre la economía mundial carecerían de significado.”

 

Dejando de lado la arrogancia, en realidad China no necesita del G8 tanto como el G8 necesita a China. Aunque ser parte del primer círculo podría significar (para algunos) la “llegada” de China a la escena mundial, políticamente China tiene poco para ganar renunciando a su libertad de movimiento -especialmente en temas sensibles como las tasas de cambio o las emisiones de carbono- a cambio de la dudosa distinción de estar en compañía de Bush y Blair.

 

A falta de otra estrategia, el G8 “dialoga” con China a la par que con India, Brasil, Sudáfrica y México en su calidad de miembros del G5 o “P5” (p por políticos). Este grupo es una mezcla de poder real (China, India y Brasil) y amigos leales estratégicamente ubicados (Sudáfrica y México). El G3 o “P3” de China, Brasil e India podría, en el futuro, desafiar al G8 como el grupo más influyente. Incluso con las cifras actuales, el P3 representa el 40% de la población mundial, y casi el 10% del PBI mundial – y ¡sigue creciendo!

 

Ya hoy China, Brasil e India trabajan en conjunto, especialmente en la OMC como líderes del G20 donde demuestran ser un obstáculo significativo para el bilateralismo EEUU – UE. Aunque el G20 expresamente representa los intereses de más de veinte países en desarrollo, la realidad es que Brasil e India están negociando fundamentalmente sus propios intereses utilizando el mandato del “Sur” como plataforma de legitimación. China mantiene un perfil bajo, pero sin duda será un negociador duro en la OMC cuando sea necesario. Brasil, India y China también trabajan fuera del marco multilateral para fortalecer sus relaciones comerciales y de inversión entre sí y con otros países y regiones del Sur, principalmente como proveedores de materia prima y de energía, elementos necesarios para la industrialización, y para abrir mercados a sus exportaciones. Subyace a estos intereses económicos una agenda política: a medida que Estados Unidos se debilita, aumenta sustancialmente el margen de maniobra en el sistema mundial; países como Brasil pueden escapar a la noria de dominación de Estados Unidos y China puede afianzar su poder, con poco riesgo de ser confrontada por Estados Unidos (entre otros motivos, también debido a sus intereses económicos mutuos). India es quizá quien está en una situación más ambigua de los tres, pero parece particularmente adepta a mantener buenas relaciones con todos al mismo tiempo. No sólo es uno de los mejores amigos de Estados Unidos en la región, sino que además mantiene estrechas relaciones diplomáticas (y militares) con Rusia y China.

 

Además de su ofensiva diplomática y económica en África y América Latina, China está intentando asegurar su influencia regional y su seguridad a través de la Organización de Cooperación de Shangai (OCS), un agrupamiento que reúne a China, Rusia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán y la probable membresía de India, Irán, Pakistán y Mongolia en el futuro cercano. El principal propósito de la OCS -conocida entre algunos comentaristas como la “OTAN del Este” -es contrarrestar la influencia de Estados Unidos en Asia Central, pero debido a las enormes reservas de petróleo y gas que tiene la región, la seguridad energética es la fuerza motriz de la alianza.

 

Rusia, China e India sostuvieron su primera reunión trilateral en Vladivostok en 2005. En febrero del año en curso, los ministros de relaciones exteriores de los tres países volvieron a reunirse en Nueva Delhi, India, e hicieron público un comunicado en el cual destacan que “las relaciones internacionales deben regirse por la cooperación y no la confrontación”. También acordaron que Naciones Unidas constituye una plataforma importante para la multipolaridad y la paz mundial, lo que decodificado significa que trabajarán dentro de las Naciones Unidas cuando les convenga y que trabajaran fuera de Naciones Unidas para crear nuevos polos de poder. El presidente ruso Putin dejó aún más claro el punto diciendo que Estados Unidos debe “tomar en cuenta los nuevos centros de poder, como China, India y Rusia”. Rusia también tiene un agrupamiento con China, Brasil e India conocido como “BRIC” pero, hasta el momento, no existe un marco para que estos cuatro países dialoguen, más allá del interés común de garantizar el suministro seguro de petróleo y gas.

 

Resistencia y rebeldía regional

En América Latina, los países individuales y la región en su conjunto están adoptando una posición más autónoma frente a las potencias dominantes. El paisaje político es una mezcla de gobiernos abiertamente anti-imperialistas, como los de Venezuela, Cuba, Bolivia y Ecuador, y gobiernos de centro izquierda con orientación nacionalista como Brasil, Uruguay y Argentina. Los gobiernos pro-estadounidenses y pro-neoliberales son actualmente una minoría, debido, entre otras cosas, fundamentalmente a un auge extraordinario de movimientos sociales radicales que exigen cambiar las devastadoras políticas neoliberales aplicadas en las últimas dos décadas. Las elecciones de Lula en Brasil, Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia y Correa en Ecuador (y posiblemente incluso la de Ortega en Nicaragua) reflejan ese estado de ánimo favorable al cambio social.

 

El presidente de Venezuela Hugo Chávez es el crítico más enérgico y extrovertido de Estados Unidos, y ha utilizado las enormes reservas de petróleo de su país, recientemente nacionalizadas, para ofrecer combustible subsidiado a las comunidades pobres en Estados Unidos -una táctica brillante de relaciones públicas para contrarrestar la campaña anti-Chávez en ese país y para poner en evidencia la pobreza que también existe en el Norte. En Ecuador y Bolivia, resultaron electos presidentes de izquierda con un fuerte apoyo de movimientos sociales -particularmente de movimientos indígenas- y rápidamente tomaron medidas para nacionalizar el gas y el petróleo, o por lo menos renegociar los contratos con las compañías de energía que operan en sus países, como forma de marcar su ruptura con el pasado y reafirmar la soberanía nacional.

 

Incluso más allá de estos tres países, que están a la vanguardia de las iniciativas para revertir las políticas de liberalización del comercio y la economía y las privatizaciones que han empobrecido a la mayoría de los pueblos, hay otras naciones que toman distancia de Estados Unidos y desafían la hegemonía del “Consenso de Washington”. Argentina, Brasil y Uruguay han cancelado pagando el resto de su deuda con el FMI (por cierto, Venezuela ahora está tan inundada con dinero que muchos líderes latinoamericanos se dirigen a Caracas en vez de a Washington). En la OMC, los países latinoamericanos son actores importantes en distintos grupos que se oponen a las posiciones de negociación de Estados Unidos y la Unión Europea.

 

Internacionalmente, Brasil es la fuerza política más importante de América Latina. Desde la elección de Luis Ignacio Lula da Silva en 2003, la política exterior de Brasil se ha centrado más abiertamente en el interés “nacional”, por ejemplo, cuando negocia a favor de la agroindustria en la OMC o cuando intenta asegurarse un lugar en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La política exterior de Lula también ha sido caracterizada por intentar abarcar al Sur, no sólo como gesto político, sino también para abrir mercados y expandir el comercio. Argentina es menos activa en la arena internacional pero ha jugado un papel simbólico importante al emanciparse del FMI y de los acreedores extranjeros luego de la catástrofe política y financiera del 2001.

 

La peor cachetada que recibió Estados Unidos y su agenda económica le fue asestada en 2005 en Mar del Plata, Argentina, cuando los líderes latinoamericanos rechazaron el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) ideado por Estados Unidos. Esto fue posible por la trasposición de tres dinámicas diferentes: primero, la denuncia de Chávez de las políticas neoliberales y la dominación estadounidense; segundo, la afirmación de Brasil y Argentina de que el ALCA no favorecía sus intereses nacionales; y tercero, la enorme oposición popular proveniente de los movimientos sociales en la región. Pero esta dinámica no se limitó a Mar del Plata, incluso ahora, esta triple interacción -entre los gobiernos radicales, los gobiernos moderados y los movimientos sociales- hace que la política se incline hacia la izquierda, ya que ni siquiera los gobiernos moderados pueden darse el lujo de ignorar a sus propios movimientos sociales que encuentran inspiración y aliento en los acontecimientos de Bolivia, Ecuador y Venezuela. La elite política de América Latina ya no puede darse el lujo de aliarse con Estados Unidos o Europa: sus propios movimientos sociales -que luchan para terminar con 500 años de dominación- promueven y aspiran a que sus propios gobiernos rompan los lazos con los imperialistas, o de lo contrario que abandonen el poder.

 

Polos alternativos

Después del entierro del ALCA, el entusiasmo por la liberalización del comercio en América Latina se ha desvanecido. No obstante, se están construyendo otras formas de cooperación regional fundadas en el rechazo fundamental a las políticas neoliberales.

 

La Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) propuesta por el gobierno de Venezuela es una visión de cooperación e integración política, social y económica entre los países latinoamericanos inspirada en los principios bolivarianos -en lugar que en los preceptos neoliberales.

 

Estos principios “bolivarianos” abrevan en el pensamiento de Simón Bolívar, héroe y símbolo de la independencia de América Latina: están basados en la cooperación y la complementariedad, la soberanía nacional, la transferencia de recursos y la redistribución, y el apoyo a los pequeños agricultores, cooperativas y productores familiares y de pequeña escala. Por ejemplo, el primer Tratado de Comercio de los Pueblos (TCP) firmado por Cuba y Venezuela en diciembre de 2004, facilita el intercambio de recursos médicos y petróleo entre ambos países. Venezuela entregará a Cuba 96.000 barriles de petróleo por día a bajo costo, provenientes de sus operaciones petroleras de propiedad estatal, y Cuba, a cambio, enviará 20.000 médicos empleados públicos y miles de maestros para trabajar en los barrios pobres de Venezuela.

 

Bolivia ingresó al ALBA y firmó un TCP el 29 de abril de 2006, apenas unos días antes de que el presidente Morales anunciara su intención de nacionalizar las enormes reservas de gas del país. El recientemente electo presidente de Nicaragua Daniel Ortega se sumó en enero de 2007, y ese acto incluyó la condonación de una deuda de US$ 31 millones con Venezuela. A mediados de febrero se sumaron asimismo los tres Estados insulares caribeños de Saint Vincent y las Grenadinas, Dominica, y Antigua y Barbuda, y es probable que Ecuador también se sume a la brevedad. Además del intercambio de petróleo por profesionales médicos y educadores, el ALBA tiene un programa muy ambicioso para desarrollar instituciones regionales en el campo de la energía, las telecomunicaciones, el transporte, el desarrollo de infraestructura, la banca y los medios de comunicación.

 

Si bien el ALBA es la antítesis del ALCA, el Consenso de Washington y la dominación económica del G8, existen todavía problemas respecto de su orientación, entre ellos, y no el menor, que es conducido por la personal visión de Chávez y la riqueza petrolera de Venezuela. En tanto el ALBA es un proyecto anti-imperialista, representa un gran éxito, pero en la medida en que se pretende anti-capitalista (o, para decirlo de otra manera, como un experimento en el socialismo del siglo XXI), está orientado todavía fundamentalmente hacia proyectos de industrialización y extracción de recursos a gran escala, tales como la polémica propuesta de un gasoducto de 8.000 Km. de extensión para transportar gas desde Venezuela, a través de la Amazonía, hacia el sur del continente -aunque en un marco anti-imperialista.

 

No obstante, más allá de los gobiernos, más allá de las cumbres y más allá de las instituciones internacionales, están los miles de organizaciones, ONG, sindicatos, asociaciones y colectivos que conforman el movimiento internacional por justicia social, anticapitalista, anti-imperialista, contra la guerra y anti neoliberal -el movimiento de los movimientos. Más que cualquier gobierno, estas fuerzas sociales están cuestionando y desafiando la dominación de las grandes potencias y el gran capital, y si los gobiernos nacionales están dando muestras de voluntad de enfrentar las políticas dictadas por el G8, la OMC, el FMI y los mercados financieros, eso en parte se debe a que el movimiento por la “justicia mundial” ha conseguido develar con eficacia las desigualdades de poder presentes en el sistema internacional y los impactos de las relaciones económicas desiguales, especialmente en materia del comercio y la deuda (dos áreas en las que el G8 ha fracasado estrepitosamente en producir soluciones equitativas duraderas). En el futuro, en la medida en que los “símbolos” de dominación -como el G8- pierdan su poder (como ya está sucediendo en buena medida) será importante para los movimientos pensar estratégicamente cómo trabajar por la justicia social y ecológica en un mundo más complejo y crecientemente cambiante, en el que las palancas del poder están a menudo en manos de gobiernos y empresas absolutamente irresponsables y que no dan cuenta de sus actos.

 

El G8 en decadencia

La pérdida de influencia del G8 es el resultado de cuatro factores. Primero su propia falta de acción en los últimos 35 años a favor del planeta en su conjunto, y no de una minoría rica (por ejemplo, si el G7 hubiera actuado en pos de los intereses a largo plazo de la humanidad en 1975 cuando se enfrentó la crisis del petróleo -que fue por supuesto precipitada por las políticas estadounidenses en Oriente Medio- quizá hoy no estaríamos enfrentando la crisis del cambio climático de 2007, ni que hablar de la catástrofe de Irak). En segundo lugar, la legitimidad del G8 está inextricablemente unida a la legitimidad de Estados Unidos, su miembro fundador y el más poderoso. A medida que la estatura moral de Estados Unidos decae, también decae la del G8. En tercer lugar está el desafío que representa para el G8 el poder emergente de otros países, especialmente China, Brasil, Rusia e India, que no tienen nada que ganar sumándose al G8, y el ascenso al gobierno, particularmente en América Latina, de gobiernos electos anti-hegemónicos. Por último, el movimiento por la justicia mundial ha jugado su parte en este proceso de desenmascaramiento y deslegitimación del G8, al poner en cuestión la propia idea de que ocho países auto designados puedan pretender decidir el destino de la humanidad.

 

* Nicola Bullard es miembro asociado de Focus on the Global South, con sede en Bangkok, Tailandia.

 

(1) Financial Times, 23 de febrero de 2007

(2) Peoples Daily Online, 15 de julio de 2005

(3) Reuters, “India, China, Russia Call for New World Order”, 14 de febrero de 2007

 

Este artículo aparecerá en alemán en la próxima publicación editada por Henning Melber y Cornelia Wilss “G8 Macht Politik. Wie die Welt beherrscht wird”. Frankfurt/Main: Brandes & Apsel 2007. 200 pp., 14.90, ISBN 978-3-86099-723-9 (www.brandes-apsel-verlag.de)

 

Varios de los documentos de esta edición también han sido publicados (en inglés) por la fundación Dag Hammarskjöld Foundation en la serie de documentos “Critical Currents” (Corrientes críticas) bajo el título: “G8 Club Governance. Power and Politics in a Global World”. La versión electrónica está disponible en: http://www.dhf.uu.se/critical_currents_no1.html